1 de abril de 2007

Gabriel Báñez, cortar y confeccionar

Inédito

1. Uno o dos nombres propios

El nombre es la marca registrada del escritor. Por eso, por ejemplo, Fogwill trata de que todo el mundo se olvide de que se llama Rodolfo. Por eso Feiling en sus libros nunca fue Carlos Eduardo ni Charlie, sino “C.E.”; por eso nos costaría mucho darnos cuenta de que si nos hablaran de un tal Tomás Martínez, se estarían refiriendo al autor de Santa Evita. Hay un caso especial: el de los escritores cuyos nombres mutan con el tiempo, autores que firman sus primeras obras de una forma y luego pasan a rubricarlas de otra. Ahí tenemos la “F” entre el “Julio” y el “Cortázar” de sus primeros relatos, a Martini a veces como Juan y a veces como Juan Carlos, a Mario Goloboff anteponiendo Gerardo a veces. Y también al escritor que motiva este artículo: José Gabriel Báñez en sus dos primeros libros, Gabriel Báñez en todos los demás.

En principio podríamos pensar en un nombre (un fragmento del nombre) que se pierde, pero sería un error, porque —se sabe— nada se pierde. En todo caso, en ese José que se evapora podemos rastrear uno de los personajes centrales de la obra bañeciana: el padre. Aparece en novelas como Góndolas (1986) y El curandero del cuarto oscuro (1990), exaltada y delirante, amada e incomprendida por un narrador que teje su trama sin pretensiones de ocultar ciertos hilos autobiográficos. Así es como llegamos al principio.

2. El principio

¿Qué hay de la biografía de este hombre? Info elemental: nació en La Plata en 1951, vive desde siempre en esa ciudad, ha publicado diez novelas y actualmente dirige La Comuna Ediciones, el sello de la municipalidad de la capital provincial. Para todo lo demás, existe Google. Ah, un dato más: las solapas de varios de sus libros lo califican de “escritor secreto”. Pero esto ¿qué significa? ¿En qué radica el carácter “secreto” de un escritor? ¿En que sea poco conocido? ¿Que esté oculto? ¿Que sea (o se haga) el misterioso?

Si este texto pretendiera ser un artículo académico y debiésemos señalar las palabras clave, no escribiríamos “secreto”. Enumeraríamos, sí: padre plagio La Plata religión error cultura sinestesia locura psiquiatría. En esa serie se pueden hallar las vértebras de la obra-criatura a la que Báñez le insufla vida.

3. La obra-criatura

El primer par de libros de Báñez, aquellos con el José en la firma, fueron Parajes (1977) y El Capitán Tresguerras fue a la guerra (1980). Se trata de relatos que pintan el vasto interior del país, narraciones “provincianas”, en la que tienen lugar ciertas experimentaciones con el lenguaje, como era frecuente en aquellos años. Después, en entrevistas, Báñez admitiría que ambas fueron un descarado plagio.

“Es cierto que nunca tuve un gramo de personalidad, que como escritor terminé siendo un aplicado imitador de cuanto estilo anduviera suelto por allí”, escribió en la primera persona de su alter ego Ibáñez, en Cultura (2006), su última novela. Pero así como se puede leer esta frase en retrospectiva, se puede hacer lo inverso con una cita del primer párrafo de El Capitán…  leerlo como una declaración de principios que domina sus tres décadas de producción: “Escribiré una historia plagada de errores, omisiones, y con algunos hechos reales que quizá la justifiquen. (…) Seré parcial, obviamente, y tan desmesurado y honesto como la inventiva y la conciencia me lo permitan. Dejaré constancia de mi locura”. La locura es un elemento central en varias novelas, así como también su tratamiento: la psiquiatría, la medicación, una profunda crítica a los métodos tradicionales.

4. Acordes y desacuerdos

Y otro elemento central en su poética es la reivindicación del error. Báñez defiende el concepto de escritura, como actividad anárquica y creativa y tumultuosa y viva, por sobre el de literatura, que para él equivale a lo instituido, lo inamovible, lo que alguna vez estuvo vivo pero ya es un fósil. Por eso defiende los textos “erróneos”, aquellos a los que se les ven (lo que él llama) las costuras, y mira con cierto recelo la prosa demasiado pulida.

Ricardo Piglia anotó alguna vez que le gustaría que sus libros fueran tan distintos entre así que parecieran escritos por autores diferentes. De alguna manera, Báñez lo consigue, debido a los diferentes registros a los que apela: costumbrista y casi bucólico en sus primeras novelas, existencialista y oscuro en las siguientes, exagerado y delirante en las que vinieron después, despojado y riguroso en Los chicos desaparecen (1994), sinestésico y musical en Virgen (1998), paródico en Cultura.

Báñez ha publicado sólo dos libros en los últimos 13 años. Pero sigue escribiendo, y actualmente publica un relato, llamado La cisura de Rolando, en su blog, llamado “Corte y Confección” (cortey.blogspot.com). No es casual, por supuesto, el título de la bitácora: es precisamente así como este escritor concibe su actividad, un proceso de corte y manufactura de pedazos de discursos —siempre previos, siempre ajenos— para darle vida a un texto nuevo. Un texto erróneo, con las costuras a la vista. El escritor como una especie de Víctor Frankestein. Aunque ese doctor perdió su nombre a manos de su obra-criatura, y los escritores suelen ser celosos de su nombre, de su marca registrada.

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