2 de junio de 2008

La historia sin fin

Publicación original: Revista Teína

Una lectura de Los sorias, de Alberto Laiseca

Desde mucho antes de su publicación ya existía la leyenda. La escritura de Los sorias duró diez años y antes de su primera edición circuló casi en secreto entre escritores e intelectuales, que no dejaron de elogiarla. Para Piglia es «la mejor novela argentina desde Los siete locos» y sin embargo no la leyó casi nadie. Aquí, la crónica de un viaje por la Civilización Laiseca.

1, UNIVERSAL

Los sorias es una novela gigante. Que lo es por su tamaño, cualquiera puede saberlo: basta con mirarla. Pero saber que también lo es por su calidad, eso lleva bastante más de tiempo. Lleva decenas de horas sin saber bien cómo sostener los casi dos kilos de ese ladrillo de tinta y papel.

Escribió Fogwill sobre Los sorias hace muchos años: «Había pasado cerca de ciento cincuenta horas leyéndolo, odiando a Laiseca en las jornadas durante las que su trabajo apunta a horadar minuciosamente la paciencia del lector, adorándolo cada vez que su imagen se me representaba como parte de algo sublime inalcanzable y amándolo al cabo de cada capítulo interminable, cuando volvía a la convicción de que su empeño en torturarme perseguía el goce de producir un cambio en mí, convenciéndome, al mismo tiempo, de que yo lo merecía».

Esa es la pasión que genera adentrarse en esta novela, cuyo gran tema es el poder. El poder y sus visos: el poder micro y macroscópico, sus usos y abusos, los delirios, la ambición, la mentira, la Historia y las historias, el destino, las obsesiones, la soledad. Sobre todo, tal vez, la soledad.

Los sorias crea un mundo en el que tres superpotencias (Soria, Tecnocracia y la Unión Soviética) se dirimen la supremacía, y en el cual la guerra es la inexorable continuación de la política por otro medios, dos en particular: la técnica y los poderes sobrenaturales. Las armas poderosísimas que desarrollan los científicos tienen un mismo nivel de importancia que los conjuros, los hechizos esotéricos y los viajes astrales de los que son capaces los magos y chamanes de cada bando.

El principal enfrentamiento es el de tecnócratas contra sorias. Ambas naciones comparten pasado, idioma y hasta una ciudad, Teknoria, atravesada por una línea que marca la frontera entre ambos países. Pero están enfrentadas a muerte.

Todos los habitantes de Soria se apellidan Soria y todos los tecnócratas tienen por apellido Iseka. En el gran elenco de personajes que desfilan por las mil y tantas páginas de la obra, hay uno que se destaca sobre el resto: Personaje Iseka, en quien se pueden hallar pistas autobiográficas del autor y en cuya vida se cifran las claves del mundo creado por Laiseca. Personaje Iseka es escritor, trabaja como empleado telefónico, publica una novela breve y luego se lanza a escribir una obra gigante, de mil y tantas páginas…

¿Cuál mundo es el mundo de Los sorias? ¿Es la Tierra? ¿Es un futuro, o un pasado, de nuestro planeta? Quizá lo más correcto sea pensarlo como un mundo paralelo: el nuestro reflejado en el espejo, o pasado por el tamiz, del realismo delirante. La propia novela acuña el término, cuando se refiere al nuevo estilo cinematográfico que el Monitor, el alucinado y alucinante líder de la Tecnocracia, sueña con fundar.

2, ARGENTINA

Sin embargo, y más allá de que cree un mundo nuevo, distinto, Los sorias es una novela bien argentina. Laiseca usa el idioma de los argentinos y sus personajes (sorias y tecnócratas) hablan como argentinos y tienen costumbres argentinas. Un pasaje sirve para ilustrar la afirmación y resumir este carácter. Los científicos de la Tecnocracia habían desarrollado potentes reproductores de holografías, que permitían comprar casetes con grabaciones para luego generar los hologramas en cualquier parte. Las más exitosas eran, como no podía ser de otra manera, las pornográficas. Dice la novela:

Pero no eran las únicas. Un solitario, por ejemplo, pagó una filmación para tener alguien con quien tomar mate. Durante cuarenta minutos una falsa mujer preparaba falsos mates en un falso fuego. Ya listos, se “sentaba” en una silla verdadera (por especial pedido del cliente); él debía poner el asiento en el lugar justo para evitar que ella instalase la cola en el aire. Exactamente a los siete minutos de comenzada la proyección, la chica decía: “¿Vamos a tomar mate, mi amor?”, extendiéndole su mate desértico, inasible. A veces el tipo computaba la máquina para que repitiese la holografía una vez y otra: cuatro, cinco veces o más. Y aquella ilusión fantástica, en el momento previsto, repetía siempre lo mismo: “¿Vamos a tomar mate, mi amor?” (p. 1.232).

Pocas páginas describen tan bien la idiosincrasia del argentino como ésta de Laiseca: un hombre solo, realmente solo, al acceder a la más desarrollada tecnología la usaría para tener alguien que le cebe mate.

Si el mundo de Los sorias es el nuestro pero reflejado o atravesado por el realismo delirante, Teknoria es Buenos Aires tras experimentar la misma metamorfosis. La pensión en la que comienza el relato está sobre la calle Alberti, Personaje Iseka cuenta que antes vivía en la calle Carlos Calvo, trabaja en un lavadero de autos en Añasco y Yerbal, aunque en la Buenos Aires de nuestra realidad Añasco y Yerbal no se cruzan nunca… Y también las referencias a la historia nacional tienen su lugar en la obra: asesinatos de sindicalistas que provocan crisis, líderes políticos que apelan a poderes sobrenaturales, militantes expulsados de una plaza y otras varias.

3, MONUMENTAL

Ricardo Piglia afirma en el prólogo —y se lo repite cada vez que se habla de Laiseca— que Los sorias es la mejor novela argentina desde Los siete locos. La afirmación sería polémica si hubiera más gente que leyera (que hubiese leído) la obra. Ahora bien, ¿es verdad lo que dice Piglia? ¿O es una exageración, un mero entusiasmo? Probablemente sea verdad, pero desde un punto de vista específico, particular: Piglia no compara el libro de Laiseca con Rayuela, ni con Zama, ni con Sobre héroes y tumbas, ni con Eisejuaz, ni con El sueño de los héroes, ni con Glosa, ni con Adán Buenosayres. Y no lo hace porque —él mismo lo explica— Laiseca no escribe pensando en esos cánones, sino que «tiene otros autores en la cabeza»: Joyce y su Ulises, Mika Waltari y su Sinuhé, el egipcio, y alguno que otro más. Es desde ahí, desde esas búsquedas y la ruptura que el gesto significa, y los riesgos que asume, y su importancia literaria, que Piglia pone a Laiseca a la altura de Arlt (y también, comparación menos célebre, de Macedonio Fernández).

Los sorias está escrita, sin dudas, como una obra maestra. Esto es, Laiseca siempre tuvo plena consciencia de que Los sorias sería su creación más importante. Lo admitió durante la presentación de la segunda edición de la novela, en octubre de 2004: cuando terminó de escribirla supo que nunca haría nada mejor, que ya había hecho lo más importante de su vida. Había tardado una década en escribirla. Había destruido tres monumentales versiones previas. Le llevó más de tres lustros conseguir editor. Hasta ahora hubo sólo dos ediciones y vaya uno a saber cuándo habrá una tercera. Casi nadie leyó Los sorias. Es prácticamente desconocida fuera de la Argentina. Por supuesto, no fue traducida a ningún idioma. Todo esto acrecienta el mito creado a su alrededor. Pero claro, mucho mejor que alimentar mitos sería que más valientes se animaran a correr el riesgo de amar y odiar a Laiseca mientras lo leen.

En las páginas de Los sorias se puede vislumbrar la vastísima red de lecturas que hay detrás: de Dante a Tolkien, de Von Clausewitz al Marqués de Sade, de los clásicos chinos a las colecciones más oscuras de magia y esoterismo, de los volúmenes de historia de las guerras del siglo XX (en particular, la Segunda Guerra Mundial y Vietnam) a los cuentos infantiles de Constancio C. Vigil y la revista Más allá de la década del 50. Leer Los sorias equivale a sumergirse en esas profundidades, conocer hasta sus raíces la Civilización Laiseca y luego «volver a la ciudad para contarlo», como dice Piglia en el prólogo. Claro que, como en todo viaje, el que regresa nunca es el mismo que partió. Y cuanto más largo e intenso es el viaje, eso se hace aún más evidente.

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