1 de junio de 2008

Entrevista a Daniel Divinsky: «Muchos escritores “de izquierda” prefieren publicar con las transnacionales»

Publicación original: Revista Teína

Mafalda en chino. Es decir: una cajita que contenía los diez tomos de Mafalda hablando en chino. Le pregunto a la chica de la recepción de Ediciones de la Flor, sobre cuya mesa estaban los coloridos volúmenes, si puedo hojearlos, y ella me dice que sí, claro. «Nosotros nos preguntábamos si realmente acá dirá lo que dice Mafalda», me comenta con una sonrisa.

Después presto atención a lo que hay en las paredes. Dibujos dedicados por Sendra y Rep. Plaquetas de homenaje de la Biblioteca Nacional, de la Cámara Argentina de Publicaciones, del Honorable Congreso de la Nación por el 40º aniversario de la editorial fechada el 16 de agosto de 2007, un diploma que le reconoce el Premio Konex. Uno que le entregaron hace dos años las escuelas de periodismo Tea y Deportea lo llama: «Maestro del Periodismo, la Comunicación, el Arte y la Vida».

La persona a quien espero, el receptor de todas aquellas distinciones, es Daniel Divinsky, fundador y director de Ediciones de la Flor. Debo esperarlo porque compromisos de último momento lo demoran unos minutos. Al fin, este editor de los de antes me hace pasar a su oficina, invadida por el sol de un verano porteño que se va y por pilas de libros y papeles que ocupan los estantes, la mesa y el piso.

LA ARTESANÍA DE ENCONTRAR

El plan es ir de lo particular a lo general. Es decir, hablar de De la Flor, del momento en el que se encuentra De la Flor actualmente, para luego sumergirnos en el mundo editorial.

—Estamos en un momento que tiene que ver con la edad de los dueños —comienza Divinsky—. Un momento de disfrutar de lo hecho, de seguir dándonos el gusto de publicar los libros que nos interesan y ejerciendo el arte o la artesanía de encontrar, pero sin estar a la caza de autores nuevos. Si llega algo que nos interesa, de un autor o autora con suficiente paciencia como para que el libro salga cuando se pueda, sin correr o sin desesperarnos ansiosamente, como hace 20 ó 25 años, fantástico. Pero cuando recibís un original, pasás a tener enfrente un acreedor, que piensa que le vas a pagar aunque sea con una opinión a 60 días, para decirlo en términos de pagarés. Y eso a mí me obsesiona y me pone muy nervioso.

—Por eso prefieren no recibir originales.
—Claro. Pero siempre aparece un amigo de un amigo, un pariente de un conocido, alguien que nos recomienda a alguien que no podemos dejar de ver…

Lo ilustra con un ejemplo: Tomás Eloy Martínez le mandó tiempo atrás un original de una escritora que para Divinsky es absolutamente desconocida. Los papeles quedaron guardados en un cajón. Pocos días antes de la entrevista, el autor de Santa Evita publicó en la revista cultural ADN una entrevista a varios «nuevos valores» de la literatura argentina, entre los cuales estaba la joven escritora que había recomendado. «Y ahí me dio curiosidad y lo empecé a leer ayer», dice el editor, y muestra los papeles desparramados sobre el escritorio. La escritora en cuestión es Gisela Antonuccio.

—Pero es imposible leer todo, ¿no?
—Este despelote —responde y vuelve a mostrar el escritorio— es el reflejo de la cantidad de cosas que esperan ser leídas. Algunas porque me interesan a mí y otras porque son de autores que hemos aceptado. Por eso, hemos acotado muchísimo la recepción de originales. En la década del 90, nosotros publicábamos unos 25 o 30 títulos nuevos por año, y en los últimos dos o tres años pasamos a publicar un promedio de 16 títulos nuevos. Obviamente ese cupo se llena muy fácil.

—Los autores de siempre.
—Hasta el año pasado, el pobre Negro Fontanarrosa… —se interrumpe y se corrige—: incluso todavía este año, porque hay un tomo de Inodoro Pereyra nuevo, con las últimas páginas [hechas por él] que va a aparecer para la Feria del Libro, y un libro de cuentos, del que estoy haciendo la corrección editorial, que va a aparecer en junio. Quino, que cada dos años lanza un libro nuevo. Caloi, que cada dos o tres años. Liniers, que cada año entrega un libro nuevo. Nik produce dos libros por año. Entonces, el «elenco estable» produce y mi compromiso es publicarlos. No sólo porque son autores «nuestros», ya que los publicamos nosotros por primera vez, sino porque además venden bien. Eso también reduce la capacidad de tiempo dedicado a producir autores nuevos.

—¿De la Flor se va inclinando, casi como un proceso natural, hacia el humor?
—La visibilidad de los libros de humor, y sobre todo de humor gráfico, hace menos visible todo el resto del catálogo. Bueno, Rodolfo Walsh es igualmente visible. Pero los otros libros, como la colección de manuales, que incluye Introducción al periodismo, de [Julio] Orione, Escenografía, de [Héctor] Calmet, y el libro sobre dibujo animado de Sáenz Valiente [Arte y técnica de la animación], están todos agotados y se están reeditando ahora. Son tan libros de De la Flor como los otros, aunque nadie se acuerda de ellos en un primer momento.

LOS PETISOS QUE JUEGAN AL BÁSQUET

—¿Cómo es la pelea contra las grandes editoriales multinacionales?
—Algunas de las transnacionales están intentando invadir la cancha, y lo han conseguido a base de dinero. Un ejemplo es el caso de Maitena, con quien seguimos siendo muy amigos, pero a ella le hicieron una oferta inmensa para concentrar toda su producción en Random House Mondadori… Y entonces de común acuerdo, aunque a algunos contratos les faltaba, dijimos «terminamos los contratos el 31 de diciembre y seguimos siendo tan amigos». O Rep, que sigue siendo amigo nuestro, pero que quería publicar más libros que los que nosotros podíamos hacer, porque es un tipo brillante, un magnífico dibujante y humorista, pero vende muy poco. De Crist tenemos varios libros publicados y ahora publicó uno Sudamericana; Caloi publicó un libro en Sudamericana pero vamos a publicar nosotros uno para la Feria… Es evidente que Sudamericana está tratando de recoger las migajas, y que la prepotencia del gran capital funciona. A veces es contrarrestada por la lealtad de los autores, como en el caso de Quino y como lo fue de Fontanarrosa hasta el último momento. Y en general todos tienen su corazoncito…

—¿Se sienten como David contra Goliat?
—No, porque no competimos. Si le ofrecen a Maitena un millón de dólares por toda su obra, ¿cómo vamos a competir? Le decimos «adelante, invitanos a cenar, y a un lugar caro», je je je.

—Esa es la estrategia, entonces.
—Claro. Utilizar lo que utilizaron para tener éxito los petisos que juegan al básquet: moverse por los recovecos, por los agujeritos. Estar un poco «a la vanguardia», descubrir tipos antes de que tengan mucho éxito. Fontanarrosa se hizo en De la Flor, Caloi también, y Liniers, y Sendra y siguen las firmas…

—¿Cómo afecta a la literatura el cambio que las multinacionales imponen en el modelo editorial?
—Creo que cuando los autores de venta más o menos segura son cooptados por los grandes grupos, surge la posibilidad de que las editoriales medianas y más chicas apuesten por los que recién aparecen. O sea, creo que hasta beneficia la diversidad.

—Entonces el panorama editorial es alentador.
—¡Pero seguro! Yo cada semana, y no digo cada día porque sería una exageración, pero cada semana me entero de la aparición de una editorial nueva. Hay gente de editoriales que me ha venido a ver, como Peón Negro, que sacó los cuentos de David Viñas, Los libros del Andariego, Paradiso… Y no se los ve desnutridos a los dueños cuando vienen, así que por lo menos para comer sacan, je je je.

QUÉ HACEN LOS ESCRITORES

—¿Usted cree que hay algún cambio en la actitud de los escritores cuando buscan editoriales donde publicar?
—Eso no lo sé, te lo tendría que decir alguien que estuviera en esa situación. Lo que yo siempre destaco, y algún día voy a escribir un artículo sobre eso, es cómo los escritores digamos genéricamente «de izquierda» o «progresistas», que despotrican en cuanta ocasión tengan contra las transnacionales, a la hora de decidir a quién entregar sus obras se las entregan a las transnacionales. O sea, que están en una contradicción bastante flagrante. Tipos que son macanudos, que son amigos míos y a los que yo se lo digo personalmente, como Sasturain, por ejemplo.

—Hace unos años Alfaguara publicó los cuentos de Fontanarrosa en España, pero él explicaba que eso era exclusivo para ese país, porque acá tenía un acuerdo «más afectivo que comercial» con Divinsky y con De la Flor.
—Él lo decía públicamente, no es ningún secreto: él llamaba a De la Flor y hablaba con los dueños, y si llamaba a otra editorial no sabía con quién hablaba. Si los herederos de Walsh volvieron a nosotros después de estar cinco años en Planeta, es porque descubrieron que aquí cobran seguro todos los meses. Y no quiero decir que Planeta los engañe, sino que simplemente no les da bolilla. Para nosotros Walsh es parte de nuestro patrimonio humano, y por eso nos ocupamos de sus libros con una dedicación especial, lo cual tal vez hace que se vendan más y, como consecuencia, los que tienen los derechos ganen más.

—¿La de De la Flor es una raza en extinción?
—Para nada, porque no somos los únicos: están Corregidor, Losada, las más jóvenes como Del Zorzal o Adriana Hidalgo… Allí también están los dueños a la vista. Creo que es un fenómeno típico de la producción de libros, que no se da en otras ramas en las que se mueve mucho más dinero, como en la música u otros tipos de productos de consumo, donde la absorción de los chicos es casi inevitable.

—¿Cómo ve la literatura argentina de hoy?
—Yo estoy fascinado con los autores jóvenes que he leído. En las vacaciones, a las que básicamente me llevo un poco al azar y un poco por recomendaciones, leí la segunda novela de Pablo Ramos [La ley de la ferocidad], del que había leído la primera [El origen de la tristeza], y me pareció sensacional. Leí la tercera de Ariel Magnus [Un chino en bicicleta], que me gustó muchísimo. Leí Ciencias morales [de Martín Kohan], que ganó el premio Herralde, y me pareció excelente. Leí Opendoor, una novela de un tipo absolutamente desconocido que había recomendado Beatriz Sarlo en un artículo, Iosi Havilio, creo que es un muchacho de treinta y tantos, y me pareció brillante. Empecé una de Oliverio Coelho, que me habían recomendado mucho, y me aburrió mucho y no la pude seguir, pero voy a intentar con otro libro de él. Conocí a Samanta Schweblin, que me regaló su libro en una reunión, no lo leí y después vi que ganó el premio [de cuentos] Casa de las Américas. Leí los dos de Florencia Abbate, que me gustaron mucho. O sea que hay una gran aparición. Surgen como hongos. Uno lamenta que no todos puedan publicar, porque parecería que hay, no una generación, sino un surtido de las más diversas procedencias con gestos importantes.

NOSTALGIAS DE FRANKFURT

La charla se acerca al final y me propongo tratar de arrancarle a Divinsky alguna anécdota de esas que sólo puede atesorar un editor con sus años de trayectoria en el primer nivel de las letras argentinas. Le relato yo una muy famosa: aquella vez en que él los presentó a Osvaldo Soriano y a Osvaldo Bayer en la Feria de Frankfurt, en la década del setenta. Soriano y Bayer habían tenido una muy fuerte pelea por teléfono, debido a un artículo que Soriano publicó en una revista y en el que, según Bayer, había muchos errores. Sin embargo, desde que Divinsky los puso en contacto ese día en Alemania, nació entre ellos dos una amistad imperecedera.

—Ah, sí —recuerda Divinsky, tres décadas después—, fue la misma vez en que Bayer me dijo que no volviera a Buenos Aires porque un coronel le había mostrado con indignación un ejemplar de Cinco dedos, un librito que habíamos publicado nosotros, y le dijo «mire qué cosas se publican para subvertir a la niñez». Eso me lo dijo en la habitación de un modesto hotelito de Frankfurt…

—Historias como esa, usted debe tener miles.

Divinsky parece sacudir el árbol de la memoria y cazar en el aire la primera manzana del recuerdo en caer:

—Cuando Soriano vivía en París, bastante modestamente, yo le presenté a una amiga, que era la hija del dueño de la editorial Grasset. Ahora Grasset es parte del grupo Hachette, pero en ese momento era independiente. Ella leía muy bien español, era bilingüe, y leyó las cosas de Soriano y le encantaron, y le compró los derechos, y así fue como lo publicó Grasset en Francia, cuando él no podía publicar acá. Y todo fue porque un día iba a cenar en casa de ella y yo lo llevé al Gordo de amigo… A veces se dan muchas casualidades, pero ahora es más difícil que se den.

—¿Por qué es más difícil?
—Porque se ha mercantilizado todo, porque el interés puramente literario es mucho menor. En la Feria de Frankfurt hay una especie de tertulias para tomar copas. Pocas, porque son carísimas. El bar se llena y hay gente parada en la barra… Hasta hace 10 ó 15 años, esas eran reuniones de gente que hablaba de literatura. El promedio de edad era de unos 40 años. Ahora hay gente de 20 ó 30 años y que está de marketing. Son funcionarios de grandes grupos, no dueños de una editorial. Yo ahí presencié una discusión entre Carlos Barral, el mítico editor, fundador de Seix Barral, con Umberto Eco, sobre unos escritores medievales que yo no conocía ni de nombre. Una discusión literaria intensísima, llena de imaginación. Ahora no se habla de eso…

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