1 de octubre de 2007

Entrevista a Ricardo Piglia: «Para un escritor también es importante lo que no publica»

Publicación original: Revista Teína

La charla es en la segunda planta de su casa, ubicada en el barrio de Palermo, en Buenos Aires. Hay allí una tabla apoyada en un par de caballetes a modo de mesa, una computadora portátil, un teléfono y, como es de esperar, muchísimos libros. Los que están más a mano, sus lecturas actuales: Benjamin y Brecht, historia de una amistad, de Erdmut Wizisla, y Memoria de Ulises, de François Hartog. En la biblioteca que cubre casi toda la pared conviven los autores que lo apasionan, desde Thomas Pynchon hasta Macedonio Fernández, de Don DeLillo a Borges, de William Gibson a Roberto Arlt. El otro flanco lo domina un amplio ventanal, que deja entrar la luz del sol en la piadosa tarde del invierno porteño.

Ricardo Piglia —uno de los dos o tres escritores con mayor reconocimiento de la literatura argentina actual— ha llegado hace pocos días de Estados Unidos, donde dicta clases en la Universidad de Princeton, y dice que aún no termina de readaptarse, de tomarle el pulso a Buenos Aires, su ciudad. Los viajes se suceden: a Santiago de Chile y a Santa Fe para dar charlas sobre literatura, a Mar del Plata a visitar a su madre que aún vive allí, a Madrid en octubre para participar en un encuentro de escritores. Pero se hace un rato para sentarse del otro lado de la mesa y dialogar con Teína.

LA ENTREVISTA Y LOS LECTORES

—Usted ha usado mucho la entrevista, sobre todo en sus libros de ensayos, algunas hechas por usted y otras que le hicieron a usted otras personas. ¿Cuál es su interés por ese género?
—A mí me interesa mucho la conversación. Las conversaciones en las distintas escenas que uno mantiene son como una especie de motor, de nudo de relaciones sociales, de vínculos. Y también me interesa la reflexión que se genera, y el tipo de mezcla que una conversación supone. Uno cuenta historias, expresa ideas… Y la entrevista tiene la ventaja de fijar un momento. Es un corte en esa circulación continua de conversaciones que forman parte de la vida. Por otro lado, siempre estuve preocupado por cómo podemos hablar de literatura, de cultura, sin que eso quede encerrado sólo en el mundo de los académicos y los especialistas, que es en general lo que está sucediendo. Y la entrevista me parece una muy buena manera de intervenir en la discusión literaria, tanto o más interesante que la escritura ensayística en el sentido más clásico. Y hay otro elemento que me parece fundamental: la presencia del otro. La literatura tiende a borrar al otro, es un esfuerzo por abstraerse del interlocutor. Y la conversación retoma su búsqueda.

—Si decimos que la literatura busca borrar al otro, ¿es que también busca borrar al lector?
—Claro, sería una operación parecida. En El último lector traté de buscar figuras del lector en las novelas como un modo de volver a buscar el sujeto real, aunque sea un sujeto real ficcionalizado. Me interesaba esa idea del sujeto que lee, y ver la escena y la situación en la que lee. Eso también sería un intento de recuperar el carácter particular y singular que tiene la experiencia, frente a las reflexiones contemporáneas que tienden a trabajar el lector casi como una abstracción, como un número. Por otro lado, la relación que tiene el escritor con los lectores también es bastante ficcional: imagina un cierto tipo de lectores, encuentra lectores reales por ahí… Responder a la pregunta «para quién escribe usted» siempre es un poco difícil. Uno responde algo que expresa bien su ideología, pero no da cuenta de su experiencia misma.

—¿Cómo es su encuentro con el lector?
—En general, cuando uno encuentra lectores es porque se acercan y están entusiasmados con lo que uno ha escrito, entonces no se puede sacar una idea general. Los lectores no se acercan al escritor si sus libros no les gustan; al menos yo no conozco casos. Por otra parte, la literatura tiene como cualidad que uno establece relaciones con gente a la que uno no conoce. Ahora hablo de mí mismo como lector: algunos de los sujetos con los que yo tengo relaciones más continuas son personas imaginarias o que no conozco personalmente. De modo que volvemos a la idea de una conversación, que también es una conversación con los muertos, con personajes ficcionales. Ese es uno de los campos de la literatura.

RECONSTRUIR LAS EXPERIENCIAS

Piglia nació en Adrogué, provincia de Buenos Aires, en 1940. Cuando tenía 17 años debió mudarse junto a su familia a Mar del Plata, debido a las persecuciones que sufría su padre por ser militante peronista. Poco después se instaló en La Plata para estudiar Historia, siguiendo el precepto que afirma que si uno pretende dedicarse a escribir no debe estudiar Letras. Aunque había hecho sus primeros palotes en la ciudad balnearia, fue en la capital bonaerense donde comenzó a forjar su camino como escritor. Allí escribió la mayoría de los cuentos de La invasión, su primer libro, publicado en 1967. Cuando recuerda su propia historia, Piglia destaca la importancia de «reconstruir las experiencias, sobre todo en esta época en la que la actualidad tiene un sentido tan breve».

—¿Cómo sería eso?
—Reconstruir las experiencias: qué hiciste, cómo te formaste, cómo empezaste a escribir. Incluso en el caso de los chicos jóvenes que están escribiendo ahora. Porque la cultura también es eso: no solamente los libros que están ahí, sino también qué redes tiene uno, cómo sobrevive, cómo se las arregla. Uno no ve que eso circule en la discusión cultural, o que los medios se ocupen de ese tipo de cuestiones, y sería muy importante y muy útil. Primero, porque se vería que los escritores no son marcianos, que están mezclados en la vida social como cualquier otro y que sus libros son efectos de todo eso. Y sería culturalmente muy importante, porque veríamos la conexión entre nosotros y Roberto Arlt… No me refiero a la calidad de lo que hacemos, sino a que en realidad siempre nos arreglamos como pudimos, ¡y eso es la cultura argentina!

—Los problemas económicos siempre en el medio.
—Fijate el caso de Borges: toda su vida hizo prólogos, traducciones, antologías, dio clases, ochocientos millones de conferencias en cualquier lugar donde pudiera ir para ganarse unos mangos. Para ganarse la vida. Después lo toman como si fuera un aerolito: «No, este tipo se dedicó siempre a la literatura». Se dedicó siempre a la literatura como se hace acá. Trabajó en todo las cosas en que hemos trabajado los que hemos intentado sobrevivir en la Argentina. Uno ve mejor estas cosas cuando observa culturas que están mejor afirmadas, digamos, como la estadounidense, que tiene muy claras sus relaciones con la tradición. Hemingway dice «yo escribo porque Mark Twain», y Faulkner dice «yo escribo porque Melville», y está claro por ejemplo quiénes son de Nueva York, y qué escritores son de la tradición judía, y qué escritores son ítalo-americanos… Es una cultura que está siempre discutiendo ese tipo de historias. Me parece que aquí hace falta un poco de esa práctica.

—Rodrigo Fresán escribió que la Argentina es un país de cuentos y no de novelas, al revés que Estados Unidos. ¿Usted cómo lo ve?
—La calidad que tiene la producción breve en la Argentina es increíble. Solamente se puede comparar con la literatura norteamericana. Vos podés poner una serie de cuentistas de entre los años 40 y ahora, en los Estados Unidos y acá, y la calidad es parecida… Eso tiene que ver también con el milagro que supuso aquí la década del 40 con Borges, el grupo Sur, Felisberto Hernández, estaba Onetti también escribiendo ese tipo de cosas… Es decir, una percepción de la forma breve, el cuento y la nouvelle, como una forma que permite escapar del realismo y que te pone frente a otro tipo de dilema narrativo. Ayer justamente vi una entrevista a Rulfo. El periodista, que era español, le decía: «Usted refleja la realidad del campesino mexicano». Y Rulfo le responde: «La verdad que no, la gente no habla así. El otro día alguien fue a buscar los paisajes de Pedro Páramo y El llano en llamas y no encontró nada». Rulfo le daba un lugar a lo imaginario en ese mundo que siempre parece demasiado pegado a lo real.

—Y eso ayudó a la tradición cuentística.
—Cuando nosotros empezamos a escribir, escribíamos cuentos. Nos parecía totalmente natural, dado que estaban Cortazar y Borges… No era una cosa exótica. Y hacíamos revistas para poder publicar los cuentos. Porque ni siquiera se puede decir que acá haya existido, como en Estados Unidos, esa zona donde los escritores se ganaban la vida publicando cuentos, como por ejemplo Faulkner, que escribía novelas pero publicaba sus cuentos en las revistas de amplia difusión. Que la media de la producción cuentística acá sea tan buena, me parece que sólo se entiende si uno vuelve sobre la idea de que la literatura es como un río, donde uno navega porque otros antes estuvieron por ahí. Cuando nosotros empezamos, no decíamos «voy a escribir una novela», no se trataba de decir «primero cuentos y después novela», sino que nos parecía que eso era lo que íbamos a hacer: escribir cuentos. Por qué es así, es una pregunta muy difícil de contestar. Aunque algo importante es la existencia de Borges, desde luego.

PUBLICAR: QUÉ, CUÁNTO, CUÁNDO, CÓMO

A La invasión le siguieron dos libros de relatos, Nombre falso y Prisión perpetua, tres novelas, Respiración artificial, La ciudad ausente y Plata quemada, y tres libros de ensayos, Crítica y ficción, Formas breves y El último lector, más allá de prólogos y otros textos aparecidos en diversas ediciones y antologías. Es decir, nueve libros en 40 años.

—¿Por qué publica tan poco? ¿Por no exponerse?
—No, porque uno se expone pero también se defiende. Cada libro que publicás es una manera de rebatir lo que puede pasar con los anteriores. Siempre tenés otra oportunidad. Yo no creo que sea eso, aunque puede ser que haya ese tipo de cosas de un modo más secreto. Pero creo que tiene más que ver con que, por un lado, a mí me gustan los escritores que tienen una obra que yo puedo más o menos manejar. Y por otro, me gustan los escritores que cambian. O sea, que no repiten lo que consiguieron. Esto no quiere decir que los escritores que hacen lo mismo que hicieron no sean muy buenos, o que yo no los admire muchísimo: basta pensar en Onetti. Pero a mí me gusta no repetir algo que ya sé que, si lo hice, lo puedo volver a hacer. Prefiero tomarme el tiempo para ver si puedo encontrar un camino diferente. Básicamente, creo que lo que me llevó a publicar poco ha sido esa especie de tensión entre la idea de cambiar, y por lo tanto darme el tiempo para que ese cambio sea posible, y que no me interesa personalmente tener una obra grande.

—¿Pensó alguna vez en dejar de publicar?
—Hubo un momento entre La invasión y Nombre falso en que yo escribí una primera versión de Plata quemada, una novela con Renzi (alter ego de Piglia, que aparece en todos sus libros de ficción) en Italia… Fue un momento de cierta incertidumbre. Bueno, creo que le pasa a todo el mundo: parece que las cosas no están funcionando, a uno no le gusta lo que escribe… Pero creo que fue muy bueno, porque fue un aprendizaje. Es muy difícil el aprendizaje de un escritor, uno nunca sabe cómo es. Me parece que esos años en que yo estuve escribiendo todo el tiempo y no publiqué nada fueron importantes para mí, porque de pronto empezaba a nadar en aguas que me parecían más interesantes. Lo que uno vive a veces como momentos de pura pérdida, son sin embargo importantes para un escritor. O sea que para un escritor también es importante lo que no publica.

—¿Actualmente en qué trabaja?
—Estoy escribiendo una novela.

—¿Blanco nocturno?
Blanco nocturno, sí, de la que tengo una primera versión…

—Usted la menciona ya en entrevistas de hace 15 años…
—Más o menos, sí. Es un libro que yo empecé y después dejé para escribir Plata quemada. Tiene que ver con formas de trabajo muy particulares. Yo tengo esa idea de «le voy a dedicar un tiempo a este libro». Y es lo que va a suceder ahora: voy a trabajar en este libro un año, más o menos, a ver qué pasa. Igual, estas son circunstancias menores, después lo único que importa es el libro publicado, la versión final. Lo que yo tengo es siempre una suerte de nudo previo, y me parece que después el sistema consiste en incorporar más historias, más relatos. Y eso también lleva tiempo. Pero es así como yo trabajo. En esta novela, es una historia muy sencilla: Renzi, durante la guerra de Malvinas, se encierra en la casa de un amigo, con su diario, y hay una vecina y él tiene una historia con ella, y hacen un viaje juntos. Eso es el asunto. La línea sólo se va a modificar en el sentido de que, espero, y es lo que está pasando, empiezan a intercalarse otras historias ahí adentro.

EL DIARIO, AL FIN

—¿Maneja otros proyectos?
—Tengo algunas historias que quiero contar, que serían nouvelles. Y un libro de ensayos. Y después me gustaría dedicarme al diario, ver si puedo dejarlo en un estado más o menos publicable. El diario tiene la virtud y el peligro de sustituir a la literatura, hay que tener cuidado con eso, pero es un tipo de experiencia que a mí me interesa mucho. Entonces me imagino que pronto, en los próximos años, me dedicaré a tomar esos cuadernos y copiarlos.

El «Diario» de Ricardo Piglia aparece en infinidad de entrevistas y en varios de sus relatos, y ya es una suerte de obra mítica en la literatura argentina. Cuenta la leyenda que comenzó a escribirlo hace medio siglo, durante la mudanza a Mar del Plata. Algún crítico se animó a aventurar que en realidad no existe, pero su autor lo califica como «laboratorio de la escritura» y declaró alguna vez que pensaba dar a imprenta algunos libros para justificar la publicación de su diario. Por eso, no es extraño que —cerca de sus 67 años— Piglia piense en él como su principal proyecto con relación al futuro.

—Me imagino que el diario deben ser pilas y pilas de cuadernos.
—Son muchos cuadernos, sí. Son cuadernos de este tipo —toma uno y lo muestra: tapas negras, blandas, forradas en una especie de cuerina sintética—, que yo consigo… eso también son manías de uno, ¿no? Antes se compraban en todos lados, pero ahora sólo se consiguen en una librería en La Boca. Hay dos cosas que son muy interesantes en relación con el diario: una, los momentos en que uno lo lee, por motivos equis, que siempre es una experiencia bastante particular, porque uno encuentra cosas que no recordaba, experiencias rarísimas. Y otra, que el diario ha sido un laboratorio de muchas cosas que yo después he publicado. Por ejemplo, El último lector es un libro que está muy ligado al diario. A mí me gustan mucho los diarios, los leo mucho. La cuestión para mí va a ser tomar esos cuadernos y ver qué intriga construir ahí, ver cómo darles un eje.

—¿Saldría como un libro de ficción?
—No. Bueno, espero que no. Tengo algunas ideas, que todavía no puedo anticipar, de cómo publicarlo. Los hechos serían los hechos y lo que yo he escrito sería lo que yo he escrito, y ni siquiera reescribiría. Sencillamente me parece que lo que hay que hacer es un montaje, un experimento con una escritura que tiene muchísimos años y que intenta… El problema es ése: ¿que intenta qué? Esa es la pregunta que yo tengo que contestar. ¿Intenta mostrar una época? ¿Intenta mostrar la historia de un pensamiento que se va desarrollando, o una serie de experiencias, mi relación con las mujeres…? No sé, habría que ver cómo. Varias veces intenté sentarme a hacerlo, y siempre salí corriendo. Entonces la idea que tengo es «me voy a algún lado con los cuadernos y me voy a encerrar a trabajar en eso durante seis meses». Y algo saldrá, ¿no?

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