1 de abril de 2009

El Valle de los Caídos: ¿y con la Historia qué hacemos?

Escrito para la revista Mundo Diners, de Quito, en abril de 2009, aunque nunca llegó a publicarse.

Poco después de que sus tropas ingresaran en Madrid, sellando así la victoria del fascismo en la Guerra Civil Española, el general Francisco Franco —líder de la rebelión convertido erigido en dictador vitalicio— tuvo un sueño. Dormido o despierto, soñó con un monumento de dimensiones faraónicas, que perpetuara su gloria venciendo al tiempo y al olvido. Que fuera, además, un gigantesco mausoleo para las víctimas de su cruzada y para sí mismo. Lo visualizó en la ladera de la sierra de Madrid, para que quienes llegaban o salían de la ciudad pudieran verlo y tener siempre presente su triunfo. El sueño tuvo, desde el principio, un nombre: Valle de los Caídos.

Promediaba 1939 y por entonces el fascismo vivía su esplendor. La victoria en España sirvió como preludio para la Segunda Guerra Mundial, que estalló finalmente en septiembre de ese año. La construcción de la fastuosa obra, sin embargo, se extendió más de lo esperado: comenzó el año siguiente y se inauguró recién el 1º de abril de 1959, día del 20º aniversario del final de la Guerra Civil.

Hoy, medio siglo después, las cosas han cambiado mucho en España. Franco murió en 1975 y el país supo dejar de lado su herencia dictatorial. En democracia, plenamente integrada en Europa y con un crecimiento económico impresionante en las últimas décadas (más allá de lo fuerte que la golpea la actual crisis), el país se parece poco a aquel que fue durante cuarenta años de atraso y falta de libertades. Sin embargo, el Valle de los Caídos sigue allí: enhiesto, orgulloso, una rémora del pasado anclada en la Sierra de Guadarrama.

El tamaño sí importa

Como suele pasar: una cosa es ver las fotos y otra muy distinta estar allí. El monumento —situado en el valle de Cuelgamuros, 58 kilómetros al noroeste de Madrid— me impresiona. Consta de un templo cavado en el risco de la Nava, de más de 200 metros de longitud, y coronado por la cruz más grande la cristiandad: 150 metros de altura, 47 de largo en los brazos y 181.000 toneladas de peso. Estatuas de los cuatro evangelistas, de 18 metros de alto, “sostienen” la cruz, en tanto que la entrada del templo está coronada por un grupo escultórico que representa la Piedad, de doce metros de ancho por cinco de altura. Además, en el frente hay una explanada de más de tres hectáreas y en la parte posterior, un monasterio benedictino, también cavado en la roca, de manera tal que la obra atraviesa el risco y tiene salida hacia ambos lados.

El tamaño de casi todo es un poco desmesurado allí. Para llegar desde la entrada del predio (que los carteles curiosamente señalan como “cementerio municipal”) hasta el monumento hay que subir una cuesta asfaltada de seis kilómetros. Por eso, los sitios web turísticos recomiendan visitarlo con vehículo propio; yo llego desde Madrid en autobús y hago ese camino a pie: con paso tranquilo, pero sin pausas, tardo más de una hora. Cansa, claro, pero supone otra forma de conocimiento: descubrir casi como un explorador los paisajes, los pinares, los cursos de agua, la cruz que se agranda a medida que me acerco.

Cuentan los historiadores que Franco pasó largas horas de su vida contemplando la construcción de la obra. La visitaba solo, imprevistamente, muchas veces de noche, pensando en el legado que le dejaba a la posteridad. Esa era la forma de su capricho. Y el tamaño era fundamental, como si su propia figura hubiera de recordarse a imagen y semejanza del monumento de sus sueños.

¿Qué hacer con la Historia?

A finales de 2007, por iniciativa del gobierno de Rodríguez Zapatero, se sancionó la llamada Ley de Memoria Histórica. En los meses que duró su debate, qué hacer con el Valle de los Caídos fue uno de los ejes de la discusión. Lo que finalmente se estableció fue prohibir que se realicen allí actos de carácter político: su uso queda reservado estrictamente a lo religioso. Sin embargo, la medida no dejó satisfecho a casi nadie: los franquistas, porque les impide usarlo como sede de sus reivindicaciones; los antifranquistas, porque esperaban cambios más drásticos.

El periodista e investigador Fernando Olmeda, quien acaba de publicar El Valle de los Caídos, una memoria de España (Ed. Península), opina que la decisión fue “cambiar para que nada cambie”, ya que casi todo sigue igual: los restos de Franco y de casi 34 mil víctimas de la Guerra Civil y la represión posterior continúan enterrados allí, los monjes benedictinos conservan su espacio, el monumento sigue teniendo un enorme peso simbólico para la sociedad española.

¿Qué habría que hacer? En la presentación del libro de Olmeda, realizada en una librería céntrica de Madrid, se emitió el fragmento inicial de la película Jaguar Lives, una producción clase B de Hollywood de 1979, que se desarrolla en Cuelgamuros. La escena (que se puede ver en YouTube) termina con una explosión que hace volar la cruz en pedazos, y fue festejada con aplausos por muchos de los asistentes. Entonces, ¿habría que destruir el monumento? Durante el debate de la ley, nadie lo propuso. Nadie seriamente, al menos.

En cualquier caso, la pervivencia del monumento se puede ver como un triunfo del caudillo. ¿Puede afirmarse que Franco logró lo que no pudieron ni Hitler ni Mussolini? Olmeda responde que sí, aunque prefiere plantearlo en otros términos: “Digamos que de momento Franco va ganando el reto que él mismo se planteó: un monumento que desafiase al tiempo y al olvido, y con él enterrado dentro”.

El investigador opina que lo que se debiera hacer es retirar de allí los restos de Franco (y de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la fascista Falange Española) e instalar un museo del monumento. Que sea lo que declara el subtítulo de su libro: una memoria de España. Sin duda parece lo más adecuado, el punto de equilibrio para que, por sobre todo, prevalezca la verdad. Y que las generaciones presentes —en tiempos en que van quedando pocos sobrevivientes de los tiempos de la guerra y sólo perviven sus relatos— y las futuras puedan sacar, a partir de los hechos, sus propias conclusiones.

Los caídos

No existe la certeza de cuántas personas hay enterradas en el Valle, pero las estimaciones más confiables afirman que el total es de 33.749. “Caídos por Dios y por España”, leo en el cartel sobre las puertas que conducen a las criptas, en ambos laterales del altar mayor de la basílica. Junto a ese altar, en un lugar muy destacado, se encuentran las tumbas de Primo de Rivera y de Franco. Cubiertas con lápidas de una tonelada y media cada una, parecen austeras en medio de tanta enormidad.

Es que para llegar hasta allí he debido atravesar los más de 200 metros de la nave cavada en la roca. La cúpula, ubicada justo debajo de la cruz, tiene 40 metros de alto en su parte más elevada. El proyecto original contemplaba una altura menor para todo el recinto, pero la obsesión de Franco lo llevó a exigir que se picara más, tanto en el techo como en el suelo, para ganar metros cúbicos. Por eso, al ingresar —además de atravesar un detector de metales y leer el cartel que prohíbe la entrada a todo aquel que no guarde “decoro en el vestir”—, tuve que descender cinco peldaños por una escalera.

Al contrario de lo que muchas veces se piensa, en el Valle de los Caídos no sólo hay restos de combatientes franquistas. Algunos investigadores arriesgan incluso que puede que sea al contrario: que haya más republicanos que nacionales. La gran diferencia radica en la manera en que se los trasladó. Mientras que los muertos del bando vencedor fueron inhumados con honores, con sus familiares en las primeras filas de los funerales, con nombre y apellido, los opositores a Franco fueron llevados en masa, sin consentimiento ni conocimiento de sus familias, apenas como un dato estadístico. Prácticamente todos los soldados que defendieron al gobierno republicano y que están enterrados allí figuran como desconocidos.

Luego salgo de la basílica, rodeo el monumento y llego a la parte posterior, donde está el monasterio y, separado de éste por otra explanada, la Hospedería de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Este edificio iba a ser originalmente el hogar de los benedictinos. Pero  “cuando llegó el primer Abad —relata Olmeda— la vio y dijo: ‘Joder, si es que estamos a cien metros de la piedra. ¿En invierno qué vamos a hacer, cruzar diez veces todos los días?’. Entonces obligó a Franco a hacer un nuevo edificio, que es el que está en la roca, pegado a la cripta”. En la actualidad, alojarse en una habitación doble en la hospedería cuesta 60 euros por día. Desayuno, almuerzo y cena incluidos.

Significados nuevos

Al emprender el regreso, mientras me alejo, vuelvo la vista y contemplo la cruz una vez más. Me convenzo de que no tendría sentido tirar abajo el monumento. Con el paso del tiempo, los símbolos siguen siendo símbolos pero adquieren significados nuevos. Esa rémora del pasado anclada en la Sierra de Guadarrama se irá ve cada vez más como un recuerdo de la iniquidad, de lo que no debe volver ni repetirse.

El uruguayo Federico Berro publicó en 1978 un librito humorístico titulado Contraviaje: guía para no viajar, que se burlaba del afán esnob de los sudamericanos por viajar a Europa. Bajo el título “Caídos (Valle de los)”, Berro anotó: “Me hizo toda la gracia posible ver que los ángeles custodios que decoran la cripta tienen casco nazi y una capa y una espada inspirada directamente en los caballeros teutónicos. Queda tan en evidencia la aparatosa búsqueda de la grandiosidad que termina convenciendo de lo contrario”. No puedo evitar recordarlo mientras me sigo alejando. Por efecto de la perspectiva, veo la enorme cruz cada vez más pequeña.

No hay comentarios:

Publicar un comentario