1 de febrero de 2009

Entrevista a Rodrigo Fresán: «Contar buenas historias de la mejor manera posible, allí empieza y termina todo»

Publicación original: Revista Teína

Con el grabador ya apagado, Fresán aclara: «Es una entrevista, nada más, no lo tomes como verdades absolutas». ¿Lo dice pensando en algo puntual y específico? Había hablado durante casi una hora de múltiples temas: el cartelito de «escritor pop» que lleva colgado de un clavo en la frente, cómo vive la publicación en el extranjero, su condición de requerido autor de prólogos, su relación con los círculos literarios, sus planes para el futuro… Y había admitido que en muchas entrevistas, cuando lo consultan sobre sus planes, responde con datos falsos «para molestar». Pero hacia el final de la charla había definido lo que considera realmente importante: «Siempre me ha interesado contar buenas historias de la mejor manera posible, y me parece que allí empieza y allí termina todo. Nada más, no hay mucho más misterio.»

Aclarado entonces lo que realmente cuenta, ya podemos adentrarnos en la entrevista, realizada en su casa de Vallvidrera, un barrio de las afueras de Barcelona. Entrevista que comenzó con una consulta sobre el viaje que el escritor supuestamente debía hacer en esos días a París para presentar la edición francesa de La velocidad de las cosas y que, en algún momento, había puesto en duda el encuentro.

—¿Viajaste a Francia al final en estos días?
—Al final no viajé, porque me agarró esta especie de huelga de los pilotos de Air France. De todos modos, ya salió el libro allá y se está defendiendo bastante bien. Yo soy cada vez más enemigo de que el escritor tenga que ir a dar la cara por los libros. La responsabilidad y la obligación de todo libro es defenderse por sí mismo. El escritor, después de haberlo escrito, no puede decir mucho. Es algo que se le pide y se le exige, pero la verdad es que todas las grandes batallas se libran antes de la publicación del libro.

—¿Cómo vivís la publicación en otros países?
—Es divertido verte en otros idiomas y con otras portadas y todo eso. También porque ves las reacciones y las apreciaciones, lo diferente que te consideran en un país extranjero con relación a cómo te ven en tu país, los diferentes registros, lo que ven en un lado y no ven en el otro… Lo bueno es que cuando estás en el extranjero lo que se calibra, se juzga o se mide siempre es el libro. En la Argentina, en cambio, siempre es un poco el escritor. Allá suele practicarse más la crítica de escritor que la crítica de escritos. Entonces, eso es interesante: tu libro llega al extranjero libre de cualquier tipo de preconcepto o de etiqueta o de imagen previa o de malentendido o de certeza absoluta imposible de cambiar. Y en ese sentido tuve muchas alegrías.

¿POP O NO POP?

—Habitualmente se te atribuye la calificación de «escritor pop». ¿Estás de acuerdo con eso?
—Para empezar, todo es pop a esta altura. Es más, todo fue pop. Qué sé yo, si vamos a lo estrictamente literario, Fitzgerald cuando escribía cuentos sobre la era del jazz era pop, Jane Austen cuando en una novela dedica un capítulo a describir cómo era un baile estaba siendo pop… Estaban haciendo las mismas alusiones a la cultura popular del momento que hago yo. Quiero decir, todo lo que en un momento resulta pop o novedoso acaba siendo novela histórica. Toda novela acaba siendo histórica, porque acaba retratando un determinado momento. Incluso la novela de ciencia ficción va a acabar siendo novela histórica. Muchos clásicos de la ciencia ficción ya lo son. Lo que quiero decir es: está bien, soy pop, no estoy en desacuerdo con ello, pero me parece que no es lo único. Me parece que es una apreciación principal y primaria, pero hay otras cosas.

—¿Cómo cuáles?
—Bueno, a mí no me gusta mucho hablar de lo bueno que soy, je, pero quiero decir: yo soy pop en el sentido de que soy «modernito», en el sentido de que conecto (o que conectaba, porque ya no soy tan joven tampoco) con cierto tipo de lector juvenil, y en realidad mis lecturas no acaban ni empiezan en lo pop, ni mis intereses tampoco.

—Creo que se nota mucho en tu obra en alusiones a géneros como la música más popular, a la publicidad, ciertas frases, eslóganes… Eso tal vez haga que se note más y que te atribuyan esa categoría.
—Puede ser. Pero te digo, y aquí clavo una bandera y abro un paréntesis, que son cosas en las que realmente no pienso cuando escribo. Cuando veo esto en una crítica quizá le dedico cinco, diez, veinte minutos, y luego es algo en lo que ya no vuelvo a pensar hasta que vos no me hacés esta pregunta. En ese sentido no me siento, la verdad, dentro de una determinada estética. Hay escritores contemporáneos que a mí me interesan muchísimo, y hay escritores del siglo XIX que me interesan exactamente igual. No estoy enrolado en un determinado momento, ni me interesa particularmente la idea de la experimentación ni de la innovación ni nada por el estilo.

EL PROLOGUISTA

Rodrigo Fresán camina por una calle de Nueva York. Pasa por un lugar donde venden libros usados a precio muy bajo. Tras hurgar un poco, descubre una colección de las obras de John Cheever y, aunque ya los tiene, decide llevarse un par de ejemplares. Le cuestan veinte centavos de dólar cada uno. Un rato después, al abrir uno de ellos por la primera página, descubre algo que no había visto: la firma del autor. «Es auténtica, eh», explica Fresán ahora en su casa mientras muestra el autógrafo, «yo tenía otro firmado por él y lo pude comparar». Un golpe de suerte para un bibliófilo. Quizás una retribución por la labor «un poco evangélica» que él mismo explica.

—Escribís muchísimos prólogos. ¿Por qué creés que te piden tantos?
—Bueno, muchos los ofrezco yo. Los prólogos para mí son una actitud un poco evangélica. Solamente prologo lo que me gusta mucho, por una cuestión de «predicar la buena nueva». Lo último que hice fue algo de William Gaddis, Ágape se paga, que salió en la editorial Sexto Piso, y Postales de invierno, una novela de Anne Beattie que salió en Libros del Asteroide y que era una novela fetiche de mi juventud. Lo de Cheever es de las cosas de las que más orgulloso me siento, el haber podido contribuir a cierto reverdecer y reflotamiento de la figura de John Cheever en español, que era una persona que estaba completamente desaparecida, ignorada y desconocida por muchísima gente. Y después están los encargos: lo de Curson McCullers fue un pedido que me hicieron. Lo acepté encantado por el recuerdo que tenía de las lecturas de Curson McCullers en mi adolescencia, y después de decir que sí me asusté un poco, porque dije «a ver si va a ser una de esas típicas lecturas de adolescencia tipo Herman Hesse, que es un autor que no aguanta más allá de los 23 años, con suerte». Y para mi sorpresa, era mucho mejor de lo que recordaba. Entonces, son cosas que hago con un enorme placer y un enorme gusto.

—¿Te ofrecieron prólogos de libros que no te gustaran?
—No, no me han ofrecido cosas que no me interesasen. Y, como te decía, tiene que ver con esto de la cosa evangélica, que es también lo que entiendo cuando hago las reseñas literarias. Yo no me siento crítico literario, sino que escribo sobre libros que me gustan, y cuando escribo sobre alguno que no me gusta lo hago con cierto pesar. No es algo que me guste hacer. Entonces es eso: poder hablar, no en voz alta sino en letra baja, sobre cosas que me gustan.

CÍRCULOS LITERARIOS

Vallvidrera era antiguamente un pueblo, que ahora es parte de Barcelona dada la expansión de la ciudad. Para llegar hasta allí hace falta tomarse un tren y luego combinar con un funicular que sube la montaña y deposita al viajero en un barrio tranquilo y silencioso, de casas bajas y vistas imponentes. Como por ejemplo la que Rodrigo Fresán tiene desde la ventana de su casa. «Aquel es el Montserrat», señala, «pero yo lo llamo Mordor, como en El Señor de los Anillos». Efectivamente, la visión del monte catalán se parece a la del país hacia el que marchan Frodo y sus amigos. Un lugar casi de fantasía donde cocinar ficciones, bien alejado de los puntos de discusiones y ebulliciones literarias…

—¿Cómo te llevás con los círculos literarios de la Argentina desde acá?
—Tengo muy poca relación. Tengo amigos escritores, como Guillermo Saccomano, Alan Pauls, con los que me escribo muy frecuentemente. Pero tengo muy poca relación. No sé si me interesa tampoco tener relación en ese sentido. Curiosamente aquí hago cosas que serían impensables que hiciera allá. Por ejemplo, la semana pasada presenté aquí a Sergio Chejfec, su nuevo libro, y sin embargo en Buenos Aires, en la estructura y en el mapa argentinos, la gente diría «¡pero cómo Fresán presentándolo a Sergio Chejfec!». Y Sergio me pidió que le presentara el libro, y yo encantado. Allí sería una especie de cosa impensable, porque todo está como dividido en clanes y en tribus un poco ridículas, ¿no? Y, qué sé yo, eso me cansa un poco. Pensar en eso me produce una especie de sopor increíble.

Historia argentina, el primer libro de Rodrigo Fresán, apareció en 1991, publicado en la colección Biblioteca del Sur de la Editorial Planeta. Y fue un enorme éxito editorial. Por eso, Fresán se convirtió una de las caras más visibles de una rencilla literaria que ponía de un lado a los autores que publicaban en esta colección (dirigida por Juan Forn) y del otro a quienes se nucleaban en torno a la revista Babel (por ejemplo, Sergio Chejfec, Luis Chitarroni, Sergio Bizzio, Alan Pauls). Tal rencilla se conoció como «babélicos versus planetarios», y a eso apuntó la siguiente pregunta: si algo queda de eso, si es que eso existió alguna vez…

—A mí me causó mucha gracia —respondió Fresán— cuando vino Martín Kohan a presentar Museo de la revolución, y habló así como del «último gran debate de la literatura argentina», «babélicos y planetarios». Yo lo conozco bastante a Martín, y nos fuimos a tomar algo después y le dije «eso no existió». Son temas que resultan muy cómodos para los medios y la academia, más que para los escritores.

—Vos aparecías como un referente en esta «contienda».
—Sí, pero si vos vas a los archivos, a la hora de la verdad, digamos, la crítica de El coloquio de Alan Pauls la hice yo en Ámbito Financiero antes de publicar Historia argentina —y era una crítica muy elogiosa—, Luis Chitarroni presentó Historia argentina, yo presenté El mal menor de Charlie Feiling, con Alan Pauls hicimos una revista, Martín Caparrós me encargaba a mí notas para Página/30 cuando él la dirigía… Si vamos a plantear una especie de enemistad o de lucha tipo El Señor de los Anillos, creo que no deberían haber existido ese tipo de cuestiones.

—¿Y en relación con cuestiones estéticas?
—Si lo que se proponía era un poco estructuras experimentales-complejas (babélicos) versus estructuras claras-narrativas-naturalistas-ultrarrealistas (planetarios), en Historia argentina me parece que la estructura de los relatos y del libro mismo es bastante compleja, en realidad es un libro bastante bisagra entre esos dos movimientos, ¿no? A mí me causó bastante gracia eso. Yo no tengo el recuerdo de haberme peleado con nadie a los gritos por una estética literaria jamás. Al contrario, alguna vez nos reuníamos todos en ese bar que se llama Queen Best, en la avenida Santa Fe, y estábamos todos ahí. Era un problema más de periodistas y académicos que de los escritores.

—¿Aquí en España te pasó algo así?
—¡No! En absoluto. Nadie me ha increpado ni reclamado ninguna cosa. Porque además también pasa una cosa bastante curiosa, y lo veo mucho ahora en Francia: ellos entienden que respondo completa, total y absolutamente a la idea de lo que es un escritor argentino. Cosa que en la Argentina tal vez no ocurre. Es una idea que siempre he defendido y que me parece que es cierta: la teoría del escritor-lector, donde están Sarmiento, Piglia, Alan Pauls, Cortázar, Borges… Todos militamos ahí, y además me parece que todos somos hijos, voluntaria o involuntariamente obedientes, del ensayo de Borges «El escritor argentino y la tradición», que dice que la tradición de la Argentina es la universalidad. Entonces, de eso se trata y allá vamos.

«EL ESCRITOR QUE SOÑABA SER YA LO SOY»

—¿Cuándo se publica tu próximo libro?
—Para fin de año, octubre o noviembre. Es una novela corta. Pasa una cosa muy curiosa, porque por primera vez en mi vida escribí una novela entera, la terminé, inmediatamente empecé otra y luego decidí que la segunda iba a salir antes que la primera. Estoy en eso.

—Alguna vez, en una entrevista, dijiste que estabas escribiendo dos novelas a la vez…
—Sí, pero no… Esas son cosas que digo de tanto en tanto. Lo mismo que los títulos que anuncio de mis próximos libros. Lo hago un poco para molestar.

—¿Podés anunciarme el de tu próxima novela, aunque sea para molestar?
—No, el de la nueva novela es El fondo del cielo. Eso ya está, es completamente inamovible y cierto.

—¿Tenés proyectos de obra a futuro, una cantidad de libros a publicar, algo así?
—Tengo nueve libretas con nueve posibles próximos libros, donde voy metiendo cosas. Por eso, difícilmente me encuentre alguna vez en la situación de «¿qué voy a escribir ahora?», porque tengo eso como en un banco. Eso no quiere decir que lo siga sistemáticamente. Por ejemplo, Jardines de Kensington no estaba entre esas nueve libretas, y el libro que estoy escribiendo ahora y el que escribí antes tampoco están en esas libretas. Es una especie de fondo fiduciario, al que tal vez lo agarren las crisis y después lo vea y no valga nada.

—¿Y una imagen tuya hacia el futuro? Es decir, cómo te gustaría que te vieran.
—No, no tengo una imagen. Quiero decir, el escritor que yo soñaba con ser ya lo soy, me parece, en un punto. Y ya sé lo que quiero hacer, y creo que tengo un determinado estilo. No va a haber nuevos comienzos. Difícilmente escriba una novela sobre la Guerra Civil Española.

—Al principio de tu carrera publicaste muchos libros en poco tiempo, y últimamente pocos. Cuando pasa eso con un escritor, la sensación que me da es que al principio quiere publicar mucho y después va tomando más recaudos y cuidando más lo que publica. ¿En tu caso es así?
—En un principio hay una necesidad de reafirmarse: publicar significa existir. Es decir, la publicación equivale a hacer lo que soñaste durante muchísimos años. Concretado ese sueño y esa fantasía, después lo que más disfruto es escribir. Publicar es una consecuencia de la escritura. También es cierto que en los últimos años tuve un hijo, que tiene dos años ahora, y eso también te genera una cantidad de cuestiones y te pone en la balanza una cantidad de otras… Jardines de Kensington se tradujo a quince idiomas, lo cual también me significó atender a quince traductores, incluso ir agregando, corrigiendo partes. Después uno también se cansa, y le gusta mucho leer, y se pone bastante más cuidadoso…

«Y también es cierto que, en un punto, todas mis fantasías infantiles y adolescentes se cumplieron. Con mi primer libro, supe lo que era que el libro saliera sin ser nadie y a los tres días estuviera número 1 en la lista de ventas, y subir a medios de transporte y ver a la gente leyéndolo, y que me invitaran a Mirtha Legrand y decir que no, y la tapa de la revista Gente… Toda la imaginería nacional la disfruté y la viví en su momento, y la internacional también: cuando salió Jardines de Kensington las críticas fueron muy buenas, y cuando salió en inglés tuvo una crítica elogiosísima de una página en el New York Times, y gente a la cual respeto muchísimo y adoro como Salman Rushdie, John Irving o John Banville me escribieron cartas diciéndome que les había encantado… —hace un silencio de varios segundos y luego estalla en una risa—: ¡Ya está!»

Por supuesto, ese «ya está» es una forma de decir. En las solapas de las primeras ediciones de sus primeros libros, en aquella Biblioteca del Sur, el joven Rodrigo Fresán aparece con una remera en la que se lee: So many books, so little time. Tantos libros, tan poco tiempo. Esos tantos libros no son sólo libros que leer, sino también que escribir. Por algo tiene esas nueve libretas esperándolo. Tal vez en ese «ya está» pensara cuando aclaró que sólo era una entrevista y no verdades absolutas…

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