2 de noviembre de 2006

Entrevista a Alberto Laiseca: «La soledad es una especie de maldición, hay que exorcizarla todos los días»

Publicación original: Revista Teína

El departamento donde vive Laiseca es digno del género que él mismo se jacta de haber creado: el realismo delirante, caracterizado por mezclar elementos de la realidad con datos absolutamente alocados. Para llegar hasta allí, hay que atravesar un largo pasillo. «Vos entrás y estás en su dormitorio», me había advertido Ricardo Romero, amigo suyo y editor. En efecto: la cama es lo primero que uno se encuentra al entrar. Claro que el «dormitorio» es la habitación única de ese raro loft. Las dos paredes más amplias están cubiertas de libros, todos forrados de blanco. «Están bloqueados para dificultar los afanos», dirá Laiseca. Lo que no dirá es algo que sólo saben sus íntimos: que los afanos que teme no son los de los hombres sino los de los fantasmas. Por eso la protección, «porque los fantasmas no ven el blanco».

Mi ingreso inquieta a los dos perros, que me ladran desde una especie de patio interno. Las que no se inquietan y siguen durmiendo sobre la cama son las dos gatas, Greta y Chop, junto a una vieja máquina de escribir, cubierta por una funda. «Es mi computadora checoslovaca, de las épocas soviéticas», dirá Laiseca, señalando la máquina con la seriedad con que un sacerdote da misa. «Los soviéticos tenían cosas geniales, creamé. Por ejemplo, acá no entran virus, no se desploma el sistema, ¡nada! Un gran logro de los soviéticos. Después, con la caída socialista, se perdió ese hallazgo. A amigos que trabajan con esas computadoras-chascos, vuelta a vuelta les pasa que pierden algún capítulo, o novelas enteras. Cosas horribles. Acá la información basura tampoco llega. Tiene un sistema automático de destrucción. ¡Es genial, ja ja ja ja!»

Pero esa carcajada será después, claro. Porque cuando uno recién entra a su departamento, Laiseca es un tipo serio. Muy serio.

«Siéntese acá», ordena mientras abre una silla plegable, de madera, y la coloca junto a su mesa de trabajo. Sobre ella, en perfecto desorden, hay: papeles donde ha estado escribiendo —a mano y con una letra gigantesca— hasta un minuto atrás, un velador con su pequeña pantalla inclinada, una radio muy vieja, un atado abierto de cigarrillos Imparciales, un cenicero cargado de colillas, una pava roja, un mate frío, tres cuartos de litro de cerveza Heineken tibia en una botella y otro poco en un vaso, una cajita de Hepatalgina y dos decenas de libros amontonados en distintas pilas. En las paredes más cercanas están los dos únicos cuadros del departamento: uno, un retrato suyo, sonriente, en blanco y negro; el otro, la plaza principal de Camilo Aldao. Antes de que termine de sentarme, me dice: «Prenda el grabador». Yo saco el grabador, lo apoyo sobre la mesa. «¿Ya lo prendió?». Le digo que no, pero entonces aprieto rec y la cinta empieza a registrar los sonidos.

VIETNAM SUCEDE TODAVÍA

Alberto Laiseca nació el 11 de febrero de 1941 en Rosario, pero pasó su infancia y su adolescencia en Camilo Aldao, un pueblito cordobés cercano a la frontera con Santa Fe. Esa etapa de su vida estuvo signada por «la dictadura soviética» de su padre, como él mismo la califica. Terminado el colegio secundario, marchó a Santa Fe, a estudiar Ingeniería Química en la universidad. Pero, con dos tercios de la carrera recorrida, decidió que quería ser escritor, y para eso se fue a trabajar a las cosechas del interior del país. «Yo tenía que vivir experiencias y romper con mi pasado —explica mientras enciende el primer cigarrillo—. Como mi pasado era muy duro, entonces la ruptura tenía que ser equivalente. Mayor la atadura, más radical tiene que ser la acción que usted tome.» Habla pausado y serio, como si diera un consejo, y cuenta que después de dos años en las provincias, se instaló en Buenos Aires.

Promediaba la década del 60 cuando tomó la decisión de ir a combatir a Vietnam. «Tenía un potencial de miedo que gastar. Yo dije: “sigo un curso ontológico rápido y gano, y vuelvo sano y salvo, o cagué fuego”». Llegó hasta a enviarle una carta al presidente Lyndon Johnson. Pero nunca tuvo respuesta. «Yo no lo tomé como una aventura, eh. La guerra no es una aventura. Es una experiencia trascendental, en la cual usted puede perder la vida o volver mutilado. Pierde la vida si tiene buena suerte…»

—¿Después la cuestión de Vietnam se transformó en una obsesión?
—Sí. Vietnam nunca terminó para mí. Sigue estando. Yo todavía veo las colinas altas centrales, los boinas verdes, los Montagnard, la ofensiva del Têt… Está pasando hoy. Eso está pasando hoy.

Vietnam está vinculado estrechamente con su juventud. Por eso, ningún conflicto posterior llegó a conmoverlo tanto. «Yo tengo ya con mi guerra, que continúa. Saigón para mí está cayendo todos los días, y jamás caerá. Incluso cuando a mí me ha ido mal con mujeres, lo tomo como que… je je je, me echaron de Saigón con helicópteros y todo. Todo lo refiero a lo mismo.»

Laiseca se ha reído por primera vez. Le hablo de un cuento suyo en el que describe a un gato como un general de Vietnam, y de lo gracioso que resulta. «Sí», responde. Se pone muy serio de nuevo. «Todas esas cosas están dichas muy en serio, no es chiste para mí. Puede resultar cómico, pero no es gracioso para mí». Y después se ríe otra vez, tímidamente. Le propongo cambiar de tema.

—Sí, por favor —dice—. No quiero hablar más de Vietnam. ¿Puede ser?

MÁS DE MIL PÁGINAS PARA UNA NOVELA

«Mi primera impresión fue de que es un tipo duro, pero después me fui dando cuenta de que es muy sensible», me había dicho el escritor Marcelo Guerrieri, que fue alumno de uno de los talleres de Laiseca durante más de dos años. De hecho, su figura es imponente: mide casi dos metros, camina algo encorvado y tiene unos bigotes tan frondosos que parecen una brocha gorda debajo de su nariz. Tal vez sea el porte ideal para el papel de narrador de Cuentos de terror, el programa que la señal de cable I-Sat emite desde hace casi tres años y que hizo de Laiseca, por primera vez, más allá de muy reducidos círculos, un tipo famoso.

Es autor de una voluminosa obra, dentro de la cual se destaca Los sorias, que con sus 1.330 páginas es la novela más extensa de la literatura argentina. Tardó más de diez años en escribirla. La terminó en 1982, pero se encontró con la negativa de los editores a correr el riesgo de publicarla. A partir de entonces, la obra se convirtió en un mito del que escritores de prestigio (Ricardo Piglia, César Aira, Fogwill) hablaban maravilla(do)s. Hasta que, en 1998, la editorial Simurg decidió hacer una edición: 350 ejemplares por suscripción, numerados y autografiados. Cada ejemplar costó 140 pesos-dólares en aquel momento.

Hace dos años, finalmente, Los sorias llegó a las librerías, bajo el sello de Gárgola Ediciones. El 28 de octubre de 2004 se hizo la presentación en la librería Capítulo II, en el Alto Palermo Shopping. Allí estuvo presente Ricardo Piglia, quien recordó los lejanos días de la década del 70 en que Laiseca lo visitaba con aquellos fardos de papeles, atados con hilo sisal. Le dejaba los originales de la desmesurada obra que estaba escribiendo, para que la leyera. El prólogo de la novela, que Piglia escribió en el 98, comienza con la afirmación: «Los sorias es la mejor novela que se ha escrito en la Argentina desde Los siete locos». Nada menos.

MALDITA SAIGÓN

Ahora, en su departamento, le pregunto a Laiseca por su amigo Piglia, pero no quiere hablar. Sólo dice que últimamente no se ven mucho. «Le tengo un gran afecto y respeto», agrega, escueto. Le pregunto por Fogwill: tampoco quiere hablar. Le pregunto por su hija, si se lleva bien con ella. «Sí…», y hace una larga pausa. «Los hijos —dice después— deben ser conquistados. Y no es cosa fácil. Conquistados por el amor, se entiende. No hay otra manera de conquistarlos.»

—¿Usted se considera un hombre solitario?
—La soledad es una especie de maldición. Hay que exorcizarla todos los días. No me gusta. Uno tiene que iniciar grandes campañas militares para derrotar a esa señora. Tiene muchos ejércitos… Pero, como en el caso de Vietnam, triunfaremos. Jamás nos echarán de Saigón. Mientras yo viva, por lo menos, nunca me van a echar de Saigón.
—Volvió usted al tema, ¿vio? Yo no le dije nada.
—La culpa la tiene usted: habló de la soledad. ¿O cree que son dos temas distintos la soledad y Vietnam?

PAPÁ

Ya consiguió los 48 números de la revista Más allá y los 22 tomos de los cuentos infantiles de Constancio C. Vigil, y tiene una veintena de los Pequeños Grandes Libros que la Editorial Abril publicó en los años 40, con motivos de Disney. «Me faltarán 6 u 8, más o menos», dice, y señala que están allá, en la biblioteca. Forrados de blanco, obvio.

Es que, con más 60 años, Laiseca decidió «reconquistar» las lecturas que lo acompañaron en sus primeros años, en Camilo Aldao. Le pregunto por el cuadro con la foto de la plaza. «Me lo regaló la Municipalidad», explica. Al escritor Alberto Laiseca. Noviembre de 1998, dice una chapita en una esquina.

En Camilo Aldao quedó su padre cuando él se fue. No tuvieron contacto por años. Hasta que una tarde de 1965, paseando por el zoológico de Mendoza, se encontró con un conocido del pueblo. «Me dijo —cuenta Laiseca— esta frase mágica y terrible: “Qué viejo que está tu papá”. Eso me hizo mierda. Entonces lo fui a visitar. Qué sé yo, son esas cosas…». Hace una pausa. Reflexiona. Después agrega: «Hice bien, no me arrepiento. Mucho peor hubiera sido que no le pasara bola nunca más. Después lo hubiera tenido que pagar yo».

CREER EN LOS SOVIÉTICOS

En Buenos Aires, trabajó tres años y medio como peón de limpieza, seis como miembro de una cuadrilla de ENTel y diez como corrector de pruebas del diario La Razón. Y en esos años comenzó a publicar sus libros: Su turno para morir (en 1976), Matando enanos a garrotazos (1982), La hija de Kheops (1989), La mujer en la muralla (1990). A fines de los 80 comenzó a dirigir talleres literarios, y en 1991 ganó la codiciada Beca Guggenheim, lo cual le permitió terminar El jardín de las máquinas parlantes. Eso que se llama reconocimiento se le siguió acercando durante los 90, hasta que Los sorias por fin vio la luz. Y después llegarían El gusano máximo de la vida misma (1999), Beber en rojo (2000), Las aventuras del profesor Eusebio Filigranatti (2003) y Las cuatro torres de Babel (2005), entre tantos otros delirantes títulos, a los que se suma en estos días Seré mala poeta, pero…, de la que Teína publica en esta edición —como anticipo exclusivo— su primer capítulo.

Ha pasado más de una hora y las gatas no se movieron: siguen durmiendo sobre la cama, sin inmutarse.

—¿Le dan consejos literarios, como a Soriano?

Laiseca se ríe. Dice que no sabía que los gatos de Osvaldo Soriano le dieran consejos.

—No me dan consejos literarios. Pero me dan consejos de vida.

Ya no es el mismo del comienzo. Ahora está distendido. Es cuando habla de su computadora checoslovaca, y de los libros forrados de blanco. Y se ríe. Ahora es el tipo sensible del que me hablaron, el que intenta ocultar mostrando imagen de tipo serio, duro.

Piglia anotó en el prólogo a Los sorias que los lectores de la novela «se convierten en arqueólogos que descubren en medio de la selva una gran civilización perdida y vuelven a la ciudad para contarlo». Ésa es un poco la sensación al salir del departamento de Laiseca, en pleno barrio de Caballito: encontrarse de nuevo en la ciudad, con la necesidad de contar la experiencia de haber estado más de una hora en ese departamento de realismo delirante, de asegurarse de que el grabador haya registrado los sonidos, el tesoro, la prueba material de la excursión. Rebobino un poco la cinta. Aprieto play. Escucho la voz de Laiseca, que me tranquiliza:

—Los soviéticos tenían cosas geniales, creamé…

Y, ¿a qué negarlo?, uno le termina creyendo.

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