1 de octubre de 2005

Entrevista a Roberto Fontanarrosa: «La única Academia que me preocupa es Rosario Central»

Publicación original: Revista Oliverio, Buenos Aires, 2005

“De mí se dirá posiblemente —reza la cita con la que su web abre su biografía— que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto. No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: Me cagué de risa con su libro”.

Roberto Fontanarrosa sabe que el lugar que ocupa en la literatura argentina es, por lo menos, raro. Basta ver la contratapa de algunos de sus libros editados por De la Flor hasta hace unos años. En la primera línea se lee: “Ya casi no se cuestiona que la literatura escrita de Fontanarrosa no es un mero apéndice de su literatura ‘dibujada’…” Pero apenas renglones más abajo, se presenta al autor del siguiente modo: “Roberto Fontanarrosa es un humorista argentino nacido en Rosario en 1944”. La cursiva, obviamente, es mía. El propio Negro debía reírse cada vez que una nueva edición le llegaba a las manos.

Todo esto podría resumirse del siguiente modo: difícilmente alguien nombre a Fontanarrosa cuando se lo consulte acerca de sus escritores predilectos. Pero también es difícil encontrar a alguien que diga que no disfruta de leer sus textos. Ese es el efecto que produce su literatura.

Hasta su ciudad, Rosario —que según él tiene una gran actividad cultural porque allí “no hay nada mejor para hacer”—, llegaron las preguntas de Oliverio, y el Negro respondió.

—Si tiene que hablar de sus influencias literarias, ¿cuáles son los primeros nombres que le vienen a la cabeza?
—Los narradores norteamericanos: Hemingway, Mailer, Capote, Salinger, los de corte periodístico. Después, muchos; los latinoamericanos. Y Salgari, London, Oesterheld, Boris Vian, Pavese, etcétera, etcétera.

—Usted tiene una rutina de trabajo estricta. Una vez dijo que se sentía como esos detectives de los policiales yanquis, que están en su despacho esperando que los llamen para ofrecerles un caso. En relación con esto, yo creo que su obra se inscribe dentro de cierta tradición de la literatura norteamericana: usted publica muchos libros, con muchos cuentos cada uno, y siempre son cuentos donde pasan cosas, que privilegian la acción por sobre la forma. ¿Está usted de acuerdo?
—Alicia Quino (Alicia Colombo, esposa de Joaquín Salvador Lavado, “Quino”) dice que yo escribo como un historietista: imagen, acción y diálogo. Y trato de escribir cosas que me gustaría leer, que me puedan atraer como lector. Casi nunca profundizo sobre la personalidad de los personajes, procuro que se muestren a través de lo que dicen y lo que hacen. Intento, en lo posible, conseguir una situación de conflicto y de allí parto. Encontrar una historia que me gustaría contar a mis amigos. Y no cuento experiencias personales dolorosas, prefiero no echarle a nadie el fardo de mi catarsis. Por eso no seré nunca un escritor muy profundo, ni visceral.

—Hay quien divide a los escritores en dos grandes grupos: los escritores que leen y los lectores que escriben. ¿Usted dentro de cuál de los dos grupos se considera?
—En los dos, obviamente. Es muy difícil que uno se sienta impulsado a escribir si no se ha entusiasmado con la lectura, previamente. Pienso, por otra  parte, que la lectura es imprescindible para el escritor, como escuchar música lo es para el músico. Leer me realimenta y me dispara ideas. Aunque ahora no estoy leyendo casi nada de ficción, sino informes periodísticos, biografías, reportajes. Supongo que necesito más información que estilo.

En noviembre pasado, Fontanarrosa cumplió 60 años. Lleva más de la mitad de su vida trabajando en Clarín, 25 años colaborando con los guiones de los espectáculos de Les Luthiers, y entre sus volúmenes de humor, las compilaciones de las historietas de Inodoro Pereyra, Boogie el aceitoso y Sperman, sus colecciones de cuentos y sus novelas, lleva publicados más de 50 libros. Pero sigue siendo el mismo tipo, viviendo en la misma ciudad, reuniéndose con sus mismos amigos en el mismo bar. Y son esas discusiones, las de café, las que más le interesan, y las que magistralmente reconstruye en muchos de sus cuentos.

—Las polémicas literarias, ¿le interesan?
—No frecuento a muchos escritores, por eso, quizás, me llevo bien con todos. Suelo encontrarme con Juan Martini, o con Sasturain, lo hacía con Soriano. Pero seguramente no escribiré una Carta Abierta cuestionando el estilo de Tolstoi, por ejemplo.

—¿Qué lugar cree que ocupa dentro del canon de la literatura argentina?
—No lo sé. No me desvela, tampoco. Lógicamente quisiera ser como los Beatles, por ejemplo: talentoso, millonario y popular. Me basta saber que, dentro de un mercado acotado, como el nuestro, mis libros se venden bastante bien. Porque yo no publico para mí, quiero que mis libros lleguen a muchos lectores.

—Usted ha declarado que no leyó a los clásicos, que no leyó, por ejemplo, El Quijote. ¿Cree que eso lo limita o lo ha limitado en algo?
—Sí, es cierto que leí muy pocos clásicos. Pero ojo que lo entiendo como una falencia mía: no lo expreso para levantar una bandera reivindicatoria de la barbarie. Aún estoy a tiempo de leerlos, siempre que cuando empiece a hacerlo, no me aburran. A los 60 años, cuando el tiempo por delante ya no parece infinito, el aburrimiento es un pecado.

—Se cuenta que Osvaldo Soriano sufría por la falta de aceptación por parte de “la Academia”. ¿Usted cómo vive esa situación?
—A mí la única Academia que me preocupa es Rosario Central. Por supuesto que me gustaría que todo el mundo dijera que soy extraordinario pero, repito, me conformo con que mis libros sean leídos por bastante gente. Por otra parte, me paso todo el día pensando los chistes para Clarín y las tiras de Inodoro Pereyra. Luego, en la formación de Central para el domingo. No tengo demasiado tiempo para preguntarme ¿quién soy, adónde estoy, adónde voy? Es extraño que al Gordo le inquietara eso. Él tenía lo más importante: el cariño de sus lectores.

EL FÚTBOL Y OTROS CUENTOS

Fanático de Central, en particular, y del fútbol en general, el Negro ha escrito una enorme cantidad de cuentos sobre fútbol. Escribió, en colaboración con Tomás Sanz, un Pequeño Diccionario del Fútbol Argentino. A fines de los 90 seleccionó y prologó la antología Cuentos de Fútbol Argentino, de Alfaguara, y en 2000 publicó —en Sudamericana— No te vayas, Campeón, un muy bonito libro que combina historia y anécdotas, de su pluma, con una enorme galería fotográfica.

Anotó por allí: “No crecí queriendo ser como Julio Cortázar. Crecí queriendo ser como Ermindo Onega. Por eso llegué a la literatura por la puerta de atrás, con los botines embarrados y repitiendo siempre el viejo chiste: ‘Mi fracaso en el fútbol obedece a dos motivos. Primero: mi pierna derecha. Segundo: mi pierna izquierda’.”

Vale mencionar una anécdota. En cierta ocasión, a gente de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Plata se le ocurrió invitar a Fontanarrosa para dar una charla allí. La respuesta fue: “Yo viajo a La Plata dos veces al año. Una, cuando Central juega contra Estudiantes. La segunda, cuando juega contra Gimnasia”. De más está aclarar que ninguno de esos dos viajes coincidía con la fecha de la invitación.

—Hay ciertas líneas que permiten agrupar sus cuentos. Los “cuentos de café” serían unos, los “cuentos de fútbol” serían otros. ¿Se propone escribirlos, dice “hoy voy a escribir un cuento de fútbol”, o uno “de café”, o es que simplemente se le ocurren los temas, las historias?
—Me ha pasado de decir: “Quiero escribir algo usando el lenguaje futbolero” y empezar a buscar una historia que se adapte a eso. Pero no es lo más recomendable. Se nota el esfuerzo por inventar algo de la nada. Generalmente tengo una idea y de allí arranco. Con relación a esa idea buscaré el lenguaje.

—¿Y con los “de café”?
—Lo mismo. Me gustan los diálogos de café, pero si solo el lenguaje es la sustentación del cuento, me quedaré en apenas una pintura costumbrista. Y yo procuro que mis historias tengan un plus, algo más, una vuelta de tuerca que haga decir al lector: “Mirá qué interesante lo que se le ocurrió a éste”.

—Hay una anécdota de Bioy Casares, dice que había escrito una novela fantástica que hablaba de aviones, y la reescribió cuando un hombre que sabía de aviones le reprochó que los datos técnicos mencionados eran erróneos, inventados. Usted una vez dijo que para escribir ciertos cuentos debió documentarse, que hablaba de “toberas” sin tener idea de lo que es una tobera. ¿Le da miedo equivocarse en esos casos? ¿Alguna vez le reprocharon por datos incorrectos?
—El humor permite licencias que, quizás, Bioy Casares no se permitía. No me importa que un dato sea cierto, me importa que suene cierto, casi considero una virtud esa capacidad de engaño. ¿Qué gracia tiene poner todos datos que sean reales? Por otra parte, ¿cuántos expertos en aviones hay entre los lectores?

MALAS PALABRAS

Fontanarrosa fue una de las caras más visibles del III Congreso de la Lengua Española, realizado en su Rosario en noviembre del año pasado. Su intervención en defensa de las “malas palabras”, tuvo casi la misma repercusión —al menos en nuestro país— que aquellas de García Márquez en el primer Congreso, en 1997, cuando propuso “jubilar la ortografía”. El Negro provocó la poco protocolar carcajada de los más destacados catedráticos, cuando un delirante razonamiento lo llevó a la conclusión de que la Revolución Cubana había fracasado porque en la isla dicen “mielda” en lugar de “mierda”. Fue un Fontanarrosa en estado puro.

—¿Para qué sirvió el Congreso de la Lengua?
—Sirvió para poner en el tapete el tema del idioma, que todos hablamos y en el cual nadie repara. A Rosario le elevó considerablemente la autoestima, y a mí me dio una inusual exposición mediática. Y me dejó un bolsito muy lindo, azul, para colgar en el hombro, que le regalaban a todos los participantes y que sigo usando.

—¿Por qué considera que lo eligieron para el cierre?
—Supongo que por dos razones: el problema de salud de Saer, que le impidió hacerlo incluso por teleconferencia, y el hecho de yo jugar de local, ser rosarino. Sé, también, que Rafael Bielsa le había propuesto mi nombre a Víctor García de la Concha cuando ya se barajaba la posibilidad del cambio.

—¿Y qué significó eso para usted?
—Para mí representó una sorpresa, una distinción y una responsabilidad. Confieso que me agarró un cagazo considerable.

Para sostener con los hechos (es decir, con literatura) la ponencia que hizo en el Congreso en favor de las “malas palabras”, se puede leer el texto que abre el libro Usted no me lo va a creer, de 2003. Se titula “Palabras iniciales” y ha generado más de una confusión. El primer párrafo dice, entre comillas: “Puto el que lee esto”. Y luego: “Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. (…) Lo leí en un baño en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. (…) Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. ‘Puto el que lee esto’ y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete.” Muchos creyeron ver allí un prólogo, un ensayo, una nota de opinión, una declaración de principios del autor. Pero él mismo debió encargarse de aclarar que es un cuento. Ni más ni menos que un cuento. “Como se llamaba ‘Palabras iniciales’, decidimos ponerlo al comienzo del libro”, dijo.

—Ese comienzo, “Puto el que lee esto”, es sin duda tan chocante como usted lo describe allí. ¿Cuánto de lo que dice en ese cuento se corresponde sólo con el narrador ficticio, y cuánto es lo que usted, Fontanorrosa, cree realmente?
—Como en muchos otros relatos, lo que hay en ése es una mezcla de ficción y realidad. Yo soy un lector convencional, quiero que un relato me atrape desde el comienzo y que me cuente algo interesante. Pero, por supuesto, en “Palabras iniciales” hay mucha intolerancia y desmesura.

—La exclusividad de sus publicaciones que en la Argentina tiene Ediciones de la Flor, ¿tiene que ver con una cuestión puramente contractual, o hay algo más personal también?
—La exclusividad con De la Flor responde a un compromiso no escrito con Kuqui y Daniel Divinsky. Y ese compromiso no escrito responde a una amistad de 30 años, y a una lógica conformidad mía con el curso y el resultado de las publicaciones.

—¿En qué proyectos trabaja en este momento?
—Estoy, lentamente, escribiendo cuentos. Pero me cuesta encontrar tiempo para escribirlos. Al punto que, como los literatos serios, me fui una semana a Mar del Plata para escribir.

Así seguirá su camino este escritor que, como tantos otros personajes, siempre volverá a Rosario. Que dice no interesarse demasiado en la definición que de él se haga, que no se considera un “literato serio”, pero a quien Ernesto Schóo ha calificado como “el Fray Mocho de nuestra época”. No hay duda de que varios de sus relatos (piénsese en “19 de diciembre de 1971”, en “La Mesa de los Galanes”, en “El cinco era Moacyr”, en “Escenas de la vida deportiva”) ya forman parte del acervo de los mejores cuentos argentinos. Aunque, para algunos, el Negro siga siendo apenas un humorista.

—¿Tiene ya alguna idea acerca de la recepción de sus Cuentos Completos en España?
—Me guío por lo que me cuenta mi agente. Supongo que si Alfaguara, luego de sacar un ladrillo con la mitad de mis cuentos, decidió sacar la otra mitad, tan disconforme no debe estar. Cifras no tengo, pero ojo, porque los tirajes de las ediciones de allá no son tan superiores a los de acá. Salvo que uno se llame, por ejemplo, Arturo Pérez Reverte.

—¿Y tienen pensado editar sus obras completas aquí?
—No sé si harán una antología de cuentos como hizo Alfaguara en España. Es posible, pero son volúmenes que suenan a obra póstuma: Fontanarrosa: su obra. Y no tengo agendado morirme en estas dos próximas semanas.

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