1 de agosto de 2005

Fabricantes de recuerdos

Publicación original: Revista Oliverio, Buenos Aires, 2005

—No puedes insultarme —dijo la rubia—. Mole de pus. No puedes tocar mis recuerdos.
—No —dijo Alice, con su hermosa voz—, tú no tienes recuerdos verdaderos, excepto cuando empezaste a drogarte. Todo lo demás lo leíste en el diario. Yo soy honesta y tú lo sabes y les gusto a los hombres, aunque soy gorda y tú lo sabes, y nunca miento, y eso lo sabes también.
—Déjame con mis recuerdos —dijo la rubia—. Con mis recuerdos verdaderos y maravillosos.

Del cuento “La luz del mundo”, de Ernest Hemingway.

Una enorme, inmensa fábrica de recuerdos. Eso es el periodismo, o mejor dicho, el sistema de los medios de comunicación en general. Si nos dicen, por ejemplo, “piensen en los 80”, todos recordamos lo mismo. Escribimos “los 80” en nuestro Google interno y obtenemos como resultado un mismo conjunto de imágenes visuales y auditivas: la guerra de Malvinas, Alfonsín, el gol de Diego a los ingleses –con el relato de Víctor Hugo, obviamente–, el Manosanta de Olmedo, el Juicio a las Juntas, quizás el Challenger explotando en el cielo, Felices Pascuas. Podemos hacer otra prueba: pensemos en “los 60”. Ni hablar, todos recordamos lo mismo, aún los que en esa época aún no habíamos nacido.

Todo lo que todos vamos a recordar, lo que va a formar parte del imaginario colectivo, nos llega a través de los medios o directamente se fragua en las oficinas de las grandes empresas mediáticas. El fenómeno de la mediatización es una de las principales características de las sociedades de masas.

En periodismo se habla constantemente de “la agenda”, es decir, de los-temas-de-los-que-todos-vamos-a-hablar-días-y-días. La mayoría de las veces, esos temas son asuntos efímeros: la pelea de dos funcionarios, un asalto en un almacén en José C. Paz, el actor X que dejó a la modelo A para ponerse de novio con la modelo B. Sólo en ciertos casos aislados pasan cosas trascendentes: un presidente y sus ministros venden ilegalmente miles de toneladas de armas a países a los que estaba prohibido venderles, dos aviones se incrustan en las torres más famosas del mundo y las derriban y mueren unos cuantos miles de personas, y 193 mueren en un incendio en un boliche de Buenos Aires, y cientos de miles mueren en Asia y todos aprendemos lo que quiere decir la palabra tsunami. Y tenemos que saber lo que pasa, porque si no estamos out.

(Des)(In)Forma(do)(s)

A cada rato escuchamos eso de que “vivimos en la sociedad de la información”, en “la era de las telecomunicaciones”, que es necesario estar informado, y de la mayor cantidad posible de cosas, y del modo más veloz. Los medios, en efecto, se aceleran: con los diarios nos enterábamos de las cosas al día siguiente; la radio hizo que las noticias nos llegaran al instante; la TV al sonido le sumó las imágenes; ahora Internet nos promete todo eso y mucho más.

Pero, por otros lados, también se dice que estamos en realidad en una sociedad de la desinformación, bombardeados de datos que no sirven para nada y que nos impiden tomar distancia de los hechos y analizar lo que sucede. ¿Quién tiene la razón?

En el Fedro, Platón le hace contar a Sócrates que el rey egipcio Tamos reprendió al dios Teuth por pretender que la escritura, recién inventada por este último, brindaría una fórmula para la memoria y la sabiduría. “No es verdadera sabiduría lo que ofreces a tus discípulos, sino sólo su apariencia –dijo Tamos–, pues al contarle de muchas cosas sin enseñárselas, harás que aparenten saber mucho, mientras que en su mayor parte no sabrán nada. Y en tanto hombres llenos, no de sabiduría sino de pretensión de ser sabios, serán una carga para sus congéneres”.

¿Estaba hablando Platón del periodismo y de las noticias? No. No exactamente.

Ya que estamos con los griegos: las primeras obras literarias occidentales, la Ilíada y la Odisea, no fueron otra cosa que cantos que constituyeron la tradición oral a través de la que vastas generaciones de griegos supieron de las hazañas de sus padres y de los dioses. Es decir: fue el relato de la historia, la versión mediatizada que conformó el recuerdo colectivo de todos los griegos de la antigüedad. Homero fue el primer cronista de nuestro mundo.

Donde habita el olvido

En las culturas previas al surgimiento de la escritura, donde obviamente no existía el periodismo, la memoria y los recuerdos eran elementos vitales para la sociedad. Por eso los ancianos eran venerados: habían vivido más y por eso acumulaban mayor conocimiento, es decir, mayor cantidad de recuerdos. Pero esos recuerdos, no fijados en ningún soporte que permitiera la confrontación, terminaban siendo adaptables a las necesidades del poder. Los que ganaban iban reescribiendo la historia constante e involuntariamente.

El antropólogo Jack Goody describió el caso del estado de Gonja, en el norte de Ghana. Gonja está dividido en varias jefaturas divisionales y, por turno, de alguna de ellas surge el gobernante de toda la nación. En los primeros años del siglo XX, los británicos (que habían colonizado la región) les preguntaron a los nativos por el origen de su organización y su sistema de gobierno. Ellos explicaron que “el fundador del Estado, Ndewura Jakpa, vino del otro lado del Nilo en busca de oro, conquistó a los habitantes indígenas de la región y se nombró a sí mismo jefe del Estado, y a sus hijos, gobernantes de las divisiones territoriales. A su muerte, los jefes divisionales se fueron sucediendo en el ejercicio de la autoridad suprema”. Acotaron que el territorio estaba dividido en siete porque ése era el número de hijos que Jakpa había tenido.

Cuando hacia 1960 los británicos volvieron a consultarlos al respecto, dos de las siete divisiones habían desaparecido. Los gonja informaron entonces que Jakpa había tenido cinco hijos, y no hicieron ninguna mención a los fundadores de las dos divisiones borradas del mapa político. La memoria se altera para legitimar y garantizar el poder.

Ricardo Piglia se refiere a la función del Estado como aparato de vigilancia en varios de sus trabajos. Señala que tal función es “inventar y construir una memoria incierta y una experiencia impersonal”, y define la cultura de masas como “una máquina de producir recuerdos falsos”. “Todos sienten lo mismo y recuerdan lo mismo y lo que sienten y recuerdan no es lo que han vivido”, concluye. Y son los medios masivos los principales canales con que cuenta el poder para formar memorias colectivas.

La postura de Piglia, que tal vez parezca un tanto paranoica y apocalíptica, remite –por citar sólo un ejemplo– a la implantación de la educación pública gratuita y obligatoria en la Argentina, en la segunda mitad del siglo XIX. Su objetivo central fue la creación de un pasado común y glorioso, una galería “de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos”, como diría Borges. Una Patria, en definitiva. No son otra cosa los hoy tan famosos mitos de la historia argentina.

Lo último que se pierde

“La lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos. Las escenas de los libros leídos vuelven como recuerdos privados […] Son acontecimientos entreverados en el fluir de la vida, experiencias inolvidables que vuelven a la memoria, como una música”. Dentro de parámetros normales, lo que describe Piglia es uno de los efectos más maravillosos de la literatura. Superados esos parámetros, uno puede verse envuelto en embarazosos combates contra molinos de viento y tomar ventas por castillos en alguna llanura de La Mancha. Si alguien no recuerda quién es, deja de ser quien era: casi siempre, pasa a ser una sombra; casi nunca, un Quijote.

Los Hombres Sensibles de Flores se dedicaban a memorizar cosas para salvarlas de la muerte, nos cuenta Alejandro Dolina, un hombre de la radio (y no hay un medio con mensajes más fugaces que la radio). Los Hombres Sensibles estaban seguros de que lo que se olvida se muere, como los fundadores de las dos divisiones desaparecidas del estado de Gonja.

“Tú no tienes recuerdos verdaderos, todo lo demás lo leíste en el diario”, le dice Alice a la rubia en el cuento de Hemingway. Seguramente en esos dos grandes grupos (lo que vivimos y lo que los medios nos hacen creer que vivimos) se dividen nuestros recuerdos. De lo que se trata es de sostener nuestros recuerdos propios, verdaderos; de defenderlos a muerte. De evitar que los diarios, la tele o Bill Gates nos dibujen nuestros recuerdos y nuestro pasado. De que cuando ya no tengamos nada de nada –al igual que los personajes de Una sombra ya pronto serás–, nos queden nuestros recuerdos auténticos. Aunque sea para tener qué apostar si tenemos que jugar al truco en alguna ruta perdida.

Que en todo caso, como nos pide el Negro Dolina, “si nos espera el olvido, tratemos de no merecerlo”.

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