1 de abril de 2005

Historias de un Dios que no miramos

Publicación original: Revista Lea, Buenos Aires, abril de 2005

Alejandro Seselovsky
Cristo llame ya. Crónicas de la avanzada evangélica en la Argentina

Norma, Buenos Aires, 2005, 240 pp.

Cristo llame ya es un libro periodístico, pero no es una investigación periodística. Es decir: el autor no maneja hipótesis que pretenda demostrar que son ciertas a través de la presentación de indicios o pruebas. Por eso el libro no tiene bibliografía (cuando toda la impresión de que haría falta): porque se trata, como el mismo subtítulo lo define, de “crónicas”. Crónicas que se refieren a cuestiones tan disímiles como el poder económico de los brasileños de la Iglesia Universal, la Teología de la Conversión con que Bush justifica sus injustificables guerras y la movida del rock cristiano. El hilo conductor del libro, por supuesto, es la cuestión de “la avanzada evangélica”, pero sobrevuela la sensación de que no es un libro sino un compilado de artículos referidos a un mismo tema, con apenas una introducción que pretende (pero no termina de) darles unidad.

Igualmente, se deja leer. Es ameno, la redacción es muy ágil, el autor utiliza muy bien los recursos de la intertextualidad, la intercalación de diálogos con estadísticas, impresiones personales, datos históricos, etc. Lo mejor de Cristo llame ya es, precisamente, cómo está escrito. Eso, y el interés que suscita el tema, justifican su lectura.

Lo peor del libro es la postura del autor ante el tema de su libro. Seselovsky (rosarino de 34 años, actualmente escribe en la revista Gente) asume el riesgo de hacer periodismo en primera persona: sabemos que es él quien participa de los cultos, quien asiste a los recitales, quien entrevista a los pastores, y eso está perfecto. Es él a quien, en más de una ocasión, esos pastores lo miran canchereando, “con cara de juná, pibe”, según él explica. El problema radica en que es precisamente ésa la postura de que el autor impregna sus textos: él mira canchereando el mundo de las iglesias evangélicas, siempre con esa postura progre políticamente correcta, de tipo que se las sabe todas, que está de vuelta de todas las supersticiones y puede reírse de los demás. Atribuye todas las creencias de los evangélicos (Dios incluido) a la ingenuidad y a un espíritu tribal conservado por los sectores más pobres, sobre todo del conurbano, y la estúpida clase media porteña. Como incluye en sus críticas tanto a los pastores como a las ovejas, se mueve en una línea muy cercana a la burla de 4,5 millones de argentinos que –para bien o para mal– comparten esas creencias. Y no se habla de ideología ni de política ni de fútbol, sino de cuestiones de fe, y eso es un riesgo. En una de las últimas páginas, le pregunta a un joven evangélico si lo gastan por su religión. “Sí, me dicen Flanders –le contesta el chico, apesadumbrado–. A casi todos nosotros nos dicen Flanders en nuestros lugares cotidianos, así que cómo no nos vamos a sentir diferentes…”. A lo largo de las 240 páginas del libro, Seselovsky no llama Flanders a nadie, pero queda la sensación de que tuvo que atarse los dedos para no decirlo.

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