13 de octubre de 2014

Derechos de autor vs. el derecho a leer

Publicación original: Letras Libres

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“Si le prestaba su computadora, ella podría leer sus libros. Además de poder ir a prisión durante muchos años por dejar que alguien leyese sus libros, la misma idea de hacerlo al principio lo escandalizó. Igual que a todo el mundo, le habían enseñado desde el parvulario que compartir los libros era repugnante y equivocado, algo que sólo haría un pirata”.

La cita pertenece al relato “El derecho a leer”, de Richard Stallman, publicado en 1996. El cuento tiene poco valor literario pero mucho de denuncia: en la línea de las distopías clásicas (Un mundo feliz, 1984, Farenheit 451), Stallman imagina un futuro en el que prestar libros es un delito. Más aún, está castigado prestar una computadora que contiene libros, aunque no se compruebe que quien la recibe los haya leído. Una sociedad de control que persigue no sólo los crímenes cometidos sino también los que habrían podido cometerse.

Lo más inquietante es la nota del autor al final del texto: “El derecho a la lectura es una batalla que se libra en nuestros días. Aunque pueden pasar 50 años hasta que nuestra forma de vida actual se suma en la oscuridad, muchas de las leyes y prácticas descritas en este relato ya han sido propuestas, tanto por el gobierno de Estados Unidos como por las editoriales”.

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El 1 de enero de cada año se celebra el Día del Dominio Público. Con el cambio de calendario, ingresan en el dominio público (es decir, se pueden reproducir sin pagar derechos de autor) las obras de los escritores de cuyas muertes se hubiera cumplido, en el transcurso del año anterior, el lapso durante el cual la legislación de cada país “protege” sus derechos.

Ese lapso varía de país a país. Europa, Rusia, Australia, casi toda Sudamérica y algunos países de África manejan una cifra que es como un promedio: 70 años después de la muerte del autor. Hay otras regiones en las que el plazo es menor, como Asia, Oceanía, Canadá, casi toda África y varios países de Centroamérica, donde es de 50 años, o en la India y Venezuela, de 60. Y otras donde es más: 80 años en Colombia, Guatemala y Honduras, 99 en Costa de Marfil y ¡100 en México! En este mapa se puede apreciar el detalle.

El primer día de 2013 pasaron a dominio público en las regiones que protegen las obras por 70 años los libros de los autores muertos a lo largo de 1942. Entre ellos, Robert Musil, Miguel Hernández, Stefan Zweig y Roberto Arlt. En 2014 se sumaron los muertos del 43, entre ellos Nikola Tesla, Simone Weil, Beatrix Potter y W. W. Jacobs. Esto significa que, hasta hace muy poco, la venta de los libros de estos autores seguía eventualmente generando ganancias para los herederos de sus derechos. ¿Cuál es la razón lógica de esto? ¿Quién, aparte de los nietos de los artistas, sigue cobrando por el trabajo hecho por sus abuelos? Y, sin embargo, esa no es la parte más grave del asunto.

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El proyecto Derecho a Leer nació en la Argentina en 2011. Uno de sus objetivos principales es combatir las restricciones “artificiales” impuestas por los derechos de autor. La plataforma no está en contra del copyright en sí mismo, sino del extensísimo lapso que debe pasar desde la muerte de un escritor hasta que su obra pase a formar parte del dominio público. Es esto lo que ocasiona la parte más grave a la que aludíamos antes: el problema de las “obras huérfanas”.

Imaginemos la siguiente situación: un profesor universitario descubre la obra de un escritor casi desconocido; un escritor que publicó sus mejores libros, supongamos, en la década de 1960. Los textos nunca se reeditaron y hoy en día aquellos ejemplares son inhallables. El autor murió, digamos, en 1990. El profesor universitario quiere que sus alumnos lean esas obras, pero difundir fotocopias o versiones digitales será ilegal hasta 2060, es decir, un siglo después de su publicación.

Si han de cumplir la ley, la obra de ese escritor es materialmente inaccesible. Está suspendida en un limbo, convertida en una pescadilla que se muerde la cola: se puede leer pero no se puede publicar (a menudo, es imposible averiguar quién posee los derechos de autor), y si no se publica, ¿cómo y quién lo va a leer? Es lo que se llama una obra huérfana.

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El objetivo de todo este andamiaje es “proteger” a las escasas producciones que, aunque pasen las décadas, siguen generando dinero. El ejemplo más claro –aunque no sea literario– lo protagoniza uno de los íconos del capitalismo, Mickey Mouse. Los primeros cortos del ratón debían entrar en dominio público en 1984 (según las leyes estadounidenses vigentes desde 1909). Sin embargo, en 1976, cuando la fecha se acercaba, el plazo de duración del copyright se extendió de 56 a 75 años. Así, Disney prorrogaba sus derechos sobre aquellos cortos hasta 2003. Hasta que, oh casualidad, en 1998 una nueva modificación de la ley estiró otra vez los tiempos y llevó el plazo a 95 años. Ahora la fecha límite es 2023. Sólo por ahora…

La cuestión es que las producciones de Disney forman parte del escaso 2 % de las 3,35 millones de obras publicadas en E.U. entre 1923 y 1942 que, según un informe del Servicio de Investigación del Congreso de ese país, seguían generando ganancias económicas a finales del siglo pasado. El otro 98 % se deshace enterrado por los años, juntando polvo en bibliotecas imposibles. Obras huérfanas.

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Imaginemos otra situación: que el copyright, de un momento a otro, dejara de existir (por el motivo que fuera, es sólo una hipótesis). ¿Dejarían de escribir los escritores? Seguramente no. La gran mayoría no escribe para ganar dinero, ni vive de lo que escriben: los escritores escriben para ser leídos y porque no pueden dejar de hacerlo.

Se podría pensar como un retroceso de varios siglos de historia, a la época en que los editores se hacían ricos vendiendo libros escritos por escritores pobres. Pero pensemos entonces que estos escritores no tuvieran ganas de enriquecer a otras personas y decidieran distribuir sus obras por su cuenta. Hoy en día pueden hacerlo gracias a internet y a la impresión de libros por demanda. ¿Qué pasaría si esos escritores liberasen sus textos, en vez de seguir limitando el acceso a ellos a cambio de una migajas?

Añadamos a esta fantasía algo que probablemente ocurra en un futuro más o menos cercano: el acceso casi universal a dispositivos electrónicos de lectura, como ocurre hoy en día con los teléfonos móviles. Ya tenemos el combo completo.

Los grandes perdedores serían, sin duda, los editores, los ejecutivos de marketing, las imprentas, las distribuidoras, los libreros y los autores de best-sellers, los Rowlings y los Follets y los Pérez Revertes. Los menos perjudicados, casi todos los escritores. Pese a que todo el tinglado editorial se mantenga en nombre de sus derechos, los derechos de autor.

Y como lectores, ¿qué nos pasaría en ese mundo hipotético? Pues que deberíamos leer sólo a los autores que conocemos y sabemos que nos gustan, y a otros que nos recomienden nuestros amigos o personas en cuya opinión confiamos, y a otros que nos crucemos por casualidad y que, tras echarles un vistazo, nos entusiasmen… O sea, exactamente igual que ahora.

Un extraño optimismo nos lleva a pensar que el futuro se parecerá más a esta fantasía que al cuento de Richard Stallman. Porque los profesores universitarios, aunque no sea legal, mandan a sus alumnos a leer páginas fotocopiadas o escaneadas. Porque internet y los medios digitales son —como el lenguaje— una marea incontrolable, para bien y para mal. Y porque los libros siempre, siempre eligen qué camino tomar, más allá de la voluntad de sus autores y de quienes pretenden apropiarse de ellos.

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