29 de abril de 2014

Clases de literatura, Berkeley, 1980, de Julio Cortázar

Publicación original: Impossibilia, revista de estudios literarios editada por la Universidad de Granada, España.

En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado a que, cada tanto, se publiquen nuevos libros de Cortázar: miles de páginas de cartas, papeles inesperados, un curso de literatura en la universidad… En el prólogo a estas clases en forma de libro, Carles Álvarez Garriga, quien trabaja junto a Aurora Bernárdez en todos los textos de Cortázar recuperados de forma reciente, alude a esa broma de que una editorial tiene encerrado al fantasma de Cortázar en algún sótano entre París y Buenos Aires “escribiendo hasta que la eternidad quepa en un instante”. Ante este tipo de publicaciones póstumas, las opiniones suelen encolumnarse en dos bandos: de un lado, la de quienes critican que se publique en forma de libro lo que no nació para serlo (“hasta la lista del supermercado”, se dice por ahí) y que ven en esta acción un interés espurio, mercantil y casi farandulesco; del otro, la de quienes agradecen el descubrimiento de nuevas páginas del autor querido y admirado. Con Cortázar, estos últimos parecen ser mayoría, sobre todo en un caso como el de estas Clases de literatura, que no revelan apuntes personales, diarios ni ninguna cuestión íntima, sino, por el contrario, contenidos que nacieron en público y cuyo interés radicaba precisamente en ser difundidos. La reacción de sus lectores se parece, sin dudas, a la que el mismo Cortázar expresa en una de sus clases, cuando una alumna le pregunta por Boris Vian: “Tengo la suerte de que creo que hay un libro de él que todavía no leí y voy a tener la suerte de tener otro libro suyo más”.

El estilo de esta cita, por cierto, que sería raro de encontrar en la prosa escrita del autor de Rayuela, suena mucho más normal cuando tenemos en cuenta que leemos lo que Cortázar decía sin ceñirse a un guion, en respuesta a una pregunta que no sabía que le iban a efectuar. En función de esto, la sorpresa es casi la contraria: que su estilo oral fuera tan claro y tan limpio y tan preciso. “El Cortázar oral es extraordinariamente cercano al Cortázar escrito –señala Álvarez Garriga–: el mismo ingenio, la misma fluidez, la misma ausencia de digresiones”. El editor aclara que “ha bastado suprimir unas pocas muletillas y ajustar el orden de alguna frase”, y que “en ningún caso se ha recurrido a sinónimos ni se ha añadido una sola palabra que no estuviera registrada en las grabaciones originales”. De manera tal que, al recorrer estas páginas, hace falta poca imaginación para escuchar a Cortázar, sus particulares inflexiones, sus erres arrastradas, esa voz que hoy, gracias a internet, está tan al acceso de casi todos.

¿Qué se encuentra el lector que accede a este libro? Muchas y variadas cosas. Cada una de las ocho clases que Cortázar dictó en la Universidad de Berkeley entre octubre y noviembre de 1980 estuvo dividida en dos partes. La primera consistía en una exposición teórica más bien improvisada, según confiesa el escritor en el comienzo del primer encuentro: “Estos cursos los estoy improvisando poco antes de que ustedes vengan aquí: no soy sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico, de modo que a medida que se me van planteando los problemas de trabajo, busco soluciones”. La segunda, en un espacio abierto a las preguntas de los alumnos, apuntadas a temas tan variopintos como la inspiración y el origen de algunos de sus cuentos, su relación con otros escritores (como cuando habla de Boris Vian), músicos, cineastas, cuestiones políticas como el célebre caso Padilla en la Cuba de los años sesenta e incluso el lugar de origen de sus antepasados para entender por qué era tan alto. El volumen se completa con un apéndice que incluye dos conferencias que Cortázar dictó durante su estadía en Berkeley, las cuales, con variantes, ya se habían publicado en libro. La primera, titulada “La literatura latinoamericana de nuestro tiempo”, había formado parte de Argentina: años de alambradas culturales, publicado por Muchnick Editores, Barcelona, en 1984; la segunda, “Realidad y literatura. Con algunas inversiones necesarias de valores”, apareció por primera vez, con otro título (“De gladiadores y niños arrojados al río”), en el tomo VI de las Obras completas editadas por Galaxia Gutenberg, también en Barcelona, en el año 2006. Estas dos charlas tienen un contenido político mucho más fuerte y explícito y muestran al Cortázar más auténtico de aquellos días, que en las clases regulares del curso se limita (ante una consulta de marcado tinte político ofrece una respuesta breve y luego se justifica: “Esta no es una clase de política […] pero creo haber dicho lo suficiente para que eso muestre cuál es mi opinión”).

De todos modos, no es que en las clases no haya alusiones a la política, desde luego. Lo que ocurre es que el profesor Cortázar las estructura de un modo bastante parecido a la caracterización en tres bloques que efectúa de su propia trayectoria como escritor. Tras aclarar que emplea estas palabras sólo de manera descriptiva –sin “la gravedad que utiliza un filósofo”– afirma que su camino tuvo tres etapas bien definidas: una estética, una metafísica y una histórica. La primera abarca su juventud y los primeros cuentos, cuando, según su propia confesión, creía a pie juntillas en el adagio de Mallarmé: el mundo está hecho para acabar en un libro. La segunda empieza con “El perseguidor” y se consagra en Rayuela (y roza el paroxismo, podría decirse, con 62/Modelo para armar). La histórica es la del compromiso, la inversión de la frase mallarmeana, el Libro de Manuel y Fantomas contra los vampiros multinacionales, la cesión de los derechos de autor a las causas latinoamericanas y los cuentos con una significación política innegable. Por eso, en las primeras clases se dedica a exponer algunas de sus teorías sobre el cuento, algunos elementos centrales del género fantástico (el tiempo, la fatalidad), después se refiere al relato realista y sólo más tarde aborda las siguientes etapas. Y también hace lugar a temas centrales en su obra –y, según él, en la literatura toda– como la musicalidad, el humor, el aspecto lúdico y el erotismo.

Está claro que, aunque no se considerase a sí mismo un crítico ni un teórico, Cortázar no era un mero narrador de historias, sino que tenía algunas ideas muy claras en relación con las teorías literarias. Por ejemplo, al hablar del cuento realista, afirma que la clave de los grandes cuentos está en que, en ellos,
detrás de la anécdota, a veces por debajo, a veces lateralmente, el autor ha puesto en marcha todo un sistema de fuerzas de las que no hay por qué hablar necesariamente pero que explican lo que sucede en el cuento; lo explican de otra manera que el relato mismo, que la misma anécdota, por debajo o por encima, y le dan una fuerza que no tiene la anécdota pura, simple.

Este postulado abreva, como es evidente, de la famosa “teoría del iceberg” de Hemingway, pero también prefigura la teoría de las dos historias que Ricardo Piglia expuso años después en sus “Tesis sobre el cuento” y que, según especialistas como Eduardo Becerra [*], es el mayor aporte a la reflexión sobre el cuento después de Edgar Allan Poe y el propio Hemingway. Cortázar había ensayado sus meditaciones literarias en varios artículos (como “Teoría del túnel”, “Del cuento breve y sus alrededores” y “Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata”), aunque ante sus alumnos de Berkeley sostenga que las suyas “son siempre hipótesis, botellitas al mar que podemos ir tirando y ustedes a su vez pueden discutir y criticar”. Según Álvarez Garriga, las Clases de literatura también podían haberse titulado El profesor menos pedante del mundo.

El prólogo revela que Cortázar no dio el curso tal como le hubiera gustado, sino que debió bajar el listón al comprobar que el nivel de conocimientos de su centenar de alumnos estaba por debajo de lo que esperaba. Eso, que representó para él un pequeño contratiempo, es sin dudas una ventaja para una edición como esta, destinada al gran público, en la que cualquier lector puede escuchar al autor hablar largo y tendido de varios de sus cuentos, como “La noche boca arriba”, “Continuidad de los parques”, “La isla a mediodía”, “El perseguidor”, de cómo reaccionó el Che Guevara cuando alguien le dio a leer el relato “Reunión”, en el que el propio líder argentino-cubano es protagonista y narrador, del origen de cronopios, famas y esperanzas o de las motivaciones que lo impulsaron a escribir Rayuela.

Cuando uno observa los cinco macizos tomos de Cartas publicados por Alfaguara en 2012 se hace una idea de que no debía quedarle tiempo para escribir muchas más. Y eso ayuda a entender que, al despedirse de sus alumnos, tras señalar que sabe que recibirá mucha correspondencia de parte de ellos, les diga a modo de disculpa: “Yo les mandaré las únicas cartas que puedo escribir por falta de tiempo que son mis libros, así que cada nuevo libro que salga de mí tómenlo por favor como si fuera una carta que yo le dirijo a cada uno de ustedes”. Tal era su pasión epistolar que, treinta años después de decir adiós, desde alguna parte Cortázar sigue echando sobres en un buzón.

[*] Becerra, E. (2006). “La flecha en el carcaj”. En Becerra, A. (Ed). El arquero inmóvil. Nuevas poéticas sobre el cuento. Madrid: Páginas de Espuma.

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