1 de noviembre de 2011

Bolaño, ese soldado de Salamina

Publicación original: unabirome

La novela Soldados de Salamina —de Javier Cercas, publicada en 2001— está dividida en tres partes. Es una muy buena novela gracias a la tercera, y esta tercera es muy buena gracias a Roberto Bolaño, quien no solo hizo buenas novelas propias sino también ajenas.

DESBANDADA

El resumen que aparece en la contratapa de la edición que leí dice lo siguiente:

Un joven periodista indaga en un episodio ocurrido en los meses finales de la guerra civil española, cuando las tropas republicanas se retiran hacia la frontera francesa y se toma la decisión de fusilar a un grupo de presos franquistas. Entre estos se halla Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de Falange, que no sólo logra escapar del fusilamiento, sino que, cuando salen en su busca, un soldado anónimo le encañona y, en el último momento, le perdona la vida. Sánchez Mazas nunca olvidará a aquel soldado que no lo delató.

La novela está narrada en primera persona por el alter ego del autor; demasiado poco alter, la verdad, ya que se llama igual que él y sus biografías parecen coincidir de un modo puntilloso. En la primera parte, Cercas cuenta la manera en que conoce la historia, la investigación que encara, cómo accede a más información, las entrevistas que realiza, etc., y su decisión de escribir la historia de Sánchez Mazas. La segunda es precisamente esa historia narrada por él.

Las dos primeras partes no me gustaron. Sufren el lenguaje engolado del narrador, un estilo farragoso, con frases demasiado largas que se desinflan por la mitad y llegan al final con la lengua afuera, como atletas deshidratadas, que ocasionan el mismo efecto en el lector.

Para colmo, el narrador se empeña en una distinción falaz. En el final de la primera parte, le pide una excedencia al director del periódico en el que trabaja; el jefe le espeta:

—¿Qué? ¿Otra novela?
—No. Un relato real.

¿Qué clase de oposición es esa? Que un relato sea una novela no depende de si lo que cuenta ha ocurrido realmente, sino de la manera en que se lo narra. La disyuntiva novela/relato real es falsa; lo que en realidad se puede plantear es relato de ficción/relato real.

Por todo esto, llegué bastante cansado al final de la segunda parte. Por suerte, todavía me esperaba la tercera.

TODOS LOS BUENOS RELATOS

Es entonces cuando aparece Roberto Bolaño, que llega como un superhéroe a salvar la novela. Y esto es literal. El narrador está disconforme con el resultado de su relato; vuelve a dedicarse al periodismo y, por encargo del periódico, debe entrevistar al autor de Los detectives salvajes. Es el año 2000: Bolaño ya ha ganado el Premio Herralde y el Rómulo Gallegos; está viviendo lo que en términos bíblicos podríamos llamar «su vida pública». En un momento le pregunta a Cercas si está escribiendo una novela, y el narrador responde:

—No es una novela. Es una historia con hechos y personajes reales. Es un relato real.
—Da lo mismo. Todos los buenos relatos son relatos reales, por lo menos para quien los lee, que es lo único que cuenta.

Gracias, Roberto. Ahí uno siente que la novela, que venía perdiendo feo por puntos, mete una piña bien puesta y se sorprende al darse cuenta de que, sí, faltan todavía unos rounds, todavía el nocaut es posible.

PARA ESCRIBIR NOVELAS

Otro uppercut magistral:

—Ya no escribo novelas. He descubierto que no tengo imaginación.
—Para escribir novelas no hace falta imaginación. Sólo memoria. Las novelas se escriben combinando recuerdos.

HÉROES

De alguna manera, la novela trata de la búsqueda de un héroe. No diré más para no arruinar la intriga (bastante he contado ya, creo), pero volveré a citar a Bolaño. Al final de la entrevista que le hace Cercas, dice que supone que el expresidente chileno Salvador Allende fue un héroe.

—¿Y qué es un héroe? —plantea Cercas.
—No lo sé. Alguien que se cree un héroe y acierta. O alguien que tiene el coraje y el instinto de la virtud, y por eso no se equivoca nunca, o por lo menos no se equivoca en el único momento en que importa no equivocarse, y por lo tanto no puede no ser un héroe. O quien entiende, como Allende, que el héroe no es el que mata, sino el que no mata o se deja matar. No lo sé. ¿Qué es un héroe para ti?

Esa respuesta genera un interesante contrapunto con lo que dice otro personaje, cerca del final:

—En la paz no hay héroes, salvo quizás aquel indio bajito que siempre andaba por ahí medio en pelotas… Y ni siquiera él era un héroe, o sólo lo fue cuando lo mataron. Los héroes sólo son héroes cuando se mueren o cuando los matan. Y los héroes de verdad sólo nacen en la guerra y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven. Todos están muertos. Muertos, muertos, muertos.

AUNQUE LA MANO VENGA CAMBIADA

Soldados de Salamina fue publicada en 2001. Roberto Bolaño estaba vivo. Enfermo pero vivo, escribiendo sin parar, como un loco, como un alucinado, como el boxeador que ha recibido un terrible castigo pero acaba de descubrir que queda un resquicio para la victoria.

Y gana, claro. No solo en su propia vida sino en las novelas ajenas.

—No lo sé —responde Cercas cuando Bolaño le pregunta qué es para él un héroe—. John Le Carré dice que hay que tener temple de héroe para ser una persona decente.
—Sí, pero una persona decente no es lo mismo que un héroe. Personas decentes hay muchas: las que saben decir no a tiempo; héroes, en cambio, hay muy pocos. Yo creo que en el comportamiento de un héroe hay algo ciego, irracional, instintivo, algo que está en su naturaleza y a lo que no puede escapar. Además, se puede ser una persona decente durante toda una vida, pero no se puede ser sublime sin interrupción, y por eso el héroe sólo lo es excepcionalmente, en un momento o, a lo sumo, en una temporada de locura o inspiración.

Es entonces cuando Bolaño aplica su golpe de nocaut, cubriéndose de gloria.

—Ahora me acuerdo de otra historia —dice—. Ocurrió en Madrid hace tiempo, yo la leí en la prensa. Un muchacho andaba por una calle del centro y de pronto vio una casa envuelta en llamas. Sin encomendarse a nadie entró en la casa y sacó en brazos a una mujer. Volvió a entrar y esta vez sacó a un hombre. Luego entró otra vez y sacó a otra mujer. A esas alturas del incendio ya ni siquiera los bomberos se atrevían a entrar en la casa, era un suicidio; pero el muchacho debía de saber que todavía quedaba alguien adentro, porque entró de nuevo. Y, claro, ya no volvió a salir. Brutal, ¿no? Bueno, pues yo no estoy seguro de que ese muchacho actuase movido por la compasión, o por vete a saber qué buen sentimiento; yo creo que actuaba por una especie de instinto, un instinto ciego que lo superaba, que podía más que él, que obraba por él. Lo más probable es que ese muchacho fuera una persona decente, no digo que no; pero puede no haberlo sido. Chucha, Javier, ni falta que le hacía: el cabrón era un héroe.

El estilo de Bolaño es su victoria. En la manera en que cuenta esta historia que ha leído en la prensa le da al narrador una lección de cómo narrar, despojada de florituras, barroquismos, arabescos y subordinaciones desangeladas.

Como decía al principio: Bolaño no solo hizo buenas sus novelas propias, sino también esta ajena. Y cuántas otras, gracias a enseñanzas como esta, contribuirá también a mejorar. Quizá sea verdad que los héroes solo nacen y mueren en la guerra, pero para quienes vivimos en la literatura, cuyas batallas cotidianas están más vinculadas con un adverbio o una conjugación que con obuses y municiones, los héroes también nacen y mueren en las páginas de los libros. Bolaño es —y seguirá siendo— un soldado de Salamina, capaz de vencer aunque la mano venga cambiada. El cabrón es un héroe.

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